Cuando perdimos nuestro local, tuvimos que alquilar un departamento cerca de casa, porque con la cantidad de tiliches que juntamos en diez años, no nos bastaría alquilar un cuarto. Así ha quedado instalada nuestra bodega y taller en uno de los apartamentos de segundo piso de esta colonia obrera, donde los vecinos nos miran con curiosidad cada vez que entramos y salimos llevando cosas y vestidos.
Luego de la jornada de trabajo diaria y de las dos horas que ahora me tardo en llegar a la casa, con el reordenamiento del tráfico en el centro, luego de saludar a mi madre y ponerme, por intermedio suyo, al corriente de la vida ajena de vecinos que no logro identificar, luego de cambiarme la camisa y comer rápidamente algo, subo a nuestra bodega.
El molde en plastilina de la máscara para nuestra nueva producción está listo para el paso siguiente. Abro las ventanas, acomodo el molde, el papel, el pegamento, los pinceles y palillos y me pongo a trabajar, hace un calor de infierno, así que abro la puerta también, justo quedo enfrente de ella. Los vecinos que pasan, lo hacen con paso lento y alargando el cuello para ver qué cosa rara estaremos haciendo ahora, este grupo de hippies peludos que tienen un huerto en su mini patio, donde se escucha una guitarra eléctrica un día si y otro también, donde la chica loca canta mantras a las cinco de la mañana y donde llega gente rara los fines de semana.
Empapelar, pintar, cortar, ensamblar títeres, hacer este nuestro teatro hecho a mano, que se hace con paciencia y cariño, me produce placer. Nada se compara a esta sensación de estar llenita y contenta con el trabajo de nuestras manos, de nuestro espíritu y nuestra imaginación.
Así pues, me pongo a cantar, una de Fito para estar bien acompañada.
Trozo tras trozo de papel en la primera capa que tiene que quedar compacta, sin bordes ni burbujas. Parece que me he descuidado, de pronto oigo la voz de mi maestro de títeres: quite eso, está mal hecho, si lo deja así desde el principio queda chambón y después de todos modos lo va a tener que repetir, o como decía mi abuela: el haragán y el mezquino, recorren dos veces el camino. Levanto los trozos de papel mal colocados y vuelvo con concentración al mismo espacio, esta vez está impecable, sonrío y sigo cantando.
De pronto me siento observada y saco la cabeza del trabajo, literal y metafóricamente. Hay tres chiquillos, las dos chicas están sentadas en la puerta y el chico, un poco más grande que ellas, está de pie, apoyado en el marco.
- ¿Y questa haciendo?
- Una máscara
- ¿Y eso ques?
- Papel
- ¿Y eso?
- Pega
- ¿Y de papel lace?
- Si vos - dice una de las chiquillas - ¿que no ves?
- ¿Y se deshace? - dice la otra, sin darle mucho crédito a una máscara de papel.
- No, porque se le pone bastante y después se le pone masilla y se pinta y queda bien bonita
- ¿Y cuándo la va a terminar? ¿mañana?
- El jueves quizás
- ¿Y la va a enseñar?
- Si vienen se las enseño
Meto de nuevo la cabeza en el trabajo y canto más bajito, en atención al público.
- ¿Y porqué canta?
- Porque estoy feliz
- ahhh...
- ¿Vos no cantás cuando estás feliz?
- Yo canto en el kínder - dice una de las chiquillas
- ¿Y qué cantás?
Ella toma aire y canta a los gritos:
- El lunes, el martes y el miércoles Señor, la gente trabaja para vivir mejor, el jueves y el viernes también a trabajar y el sábado y domingo son para descansar.
- Y el domingo vamo ja liglesia - dice la otra chiquilla.
A lo lejos, se escucha la sirena de mamá
- Miiicheeeeeellll...
- Tiablan vos
La mamá habla en esterefónico:
- Yes noche Michel, entráte
- A pues salú, ya me voy
- Ya los vamos
- Vámolos
Y salen corriendo. Yo regreso a mi mundo de papel maché. El vecino, que recién llega del trabajo, habla de una oferta de celular, mientras pone regetón a todo volumen. Me aseguro de dejar terminada la segunda capa y huyo. El tiempo y espacio se terminaron por hoy.
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