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- Ya sé - me dijo - pero vos lo contás bien chivo, seguí...
Quizás fué entonces que descubrí esta vocación de contar historias, o quizás fue cuando mi abuelo me contaba las historias que inventaba sobre esas fotografías fantásticas de África, en las viejas y bien conservadas revistas de National Geographic que, por supuesto, estaban en inglés, y por su puesto, mi abuelo no hablaba una palabra de inglés, pero eso jamás impidió que yo me enterara de todos los pormenores de los leones cazadores de gacelas, que las devoraban de dos mordiscos, dos, en serio, o de las enormes serpientes pitones que se tragaban vivas a las personas que sin duda tenían una muerte lenta y horrible en el estómago de aquel animal monstruoso que las digería durante nueve meses. O las espeluznantes historias de espantos y las luchas descarnadas de mi abuelo con espíritus, apariciones y hasta el mismísimo diablo que quiso llevárselo y no pudo porque él era así de cachimbón, una especie de superman a caballo y primos con machete, que podían partir a alguien en dos por cualquier pleito de cercos.
O quizás fueron los cuentos de mi abuela, sobre todas las primas solteronas y primos y tíos que se habían gastado en menos de un año todo el dinero de la familia, todo, hasta quedarse todos viviendo en un cuartito de mesón y ancianas tías abuelas que se habían vuelto locas de alegría o de pena, por alguna visión del más allá o incluso, de ninguna razón aparente en su noche de bodas, incluyendo, por su puesto, las historias de tías ovejas negras de la familia, las cuales solo podíamos escuchar previa advertencia de no comentarlas con nadie, esas me encantaban especialmente: las de escandalosas tías huyendo a plena luz del día con pintores casi conocidos o usando escandalosas micro faldas con calzones a juego y sin faltar alguna que otra tía o prima que casi se hizo monja.
O quizás fueron las historias de mi mamá y mi tía, contadas entre risas, de los tiroteos y de lo cerquita que estuvo, de lo fuerte que se oyen las bombas con su sonido que queda retumbando como una ola sorda en el fondo de los tímpanos y de la risita nerviosa de haberse salvado por un pelo en algún fuego cruzado entre el ejército y la guerrilla, a la salida del trabajo o a la salida de la UES o a la salida de cualquier lugar, porque en este país al parecer siempre ha sido más fácil morirse que otra cosa. O sus interminables historias de asaltos, porque ellas eran en realidad propensas a ser asaltadas; sobre todo la memorable historia del asalto a la salida del Cine Libertad, después de ver una película de Bruce Lee, mientras comentaban cómo repartirían golpes de karate y donde los ladrones no les dejaron ni lo del pasaje.
En estos meses he tenido que recuperar de a poco y de dónde he podido, los libros escritos, terminados o en proceso de corrección, ya que alguien tomó mi usb y no la devolvió, con lo que todo lo escrito en estos años simplemente desapareció y Saimon y Mauri me dieron su enésimo sermón sobre el porqué debo hacer respaldos de mis cosas, en lo que claro, tienen razón.
Al recuperar mis escritos, enteros o a pedazos, me he metido en un nuevo proceso de re lectura y descubro que esas historias de mi tribu familiar, que se han contado y escuchado tantas veces, que ya mis hijos, mi cuñado y todo el que se acerque demasiado a mi familia, terminará aprendiéndolas, terminaron por ser parte de mi mitología personal y tarde o temprano salieron en un libro de cuentos con historias de fantasmas o en el cuento de la joven que se volvió loca a causa del Duende o en dos mujeres en escena, encerradas en su casa, bebiendo café y esperando, o en una triste mujer que aguarda sin esperanza a recuperar un amor perdido. Que una y otra vez los espíritus tutelares de esas apacibles tardes y de las noches llenas de sombras, regresan a mí con sus voces para acompañarme, para recordarme, para continuarme como un eco que viene de antes y sigue en mi voz, perpetuando el linaje de la palabra.
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