Escribo. No sé si mucho o poco. Escribo una página todos los días como un ritual que me permite respirar a falta del escenario. Muchas veces escribo sobre temas que no tienen nada que ver con la Peste, ni la Crisis, ni el teatro... ninguna de las cosas de actualidad sobre las que supuestamente deberíamos escribir... la Peste está demasiado próxima, se desdibuja, se desenfoca totalmente, como cuando colocas algo justo frente a tu nariz, imposible para mí escribir sobre ella ahora. Su hedor me sofoca. Los cronistas del siglo XIV debieron estar alejados, en los castillos de los señores, para poder escribir, pero yo voy y vengo en las comunidades donde la gente tiene miedo de ir al hospital, miedo de decir que se enferma, porque enfermarse es culpa o muerte. Entonces te llaman, aconsejas a las familias qué hacer con el enfermo, cómo cumplir la cuarentena, cómo aplicar los tratamientos y a la semana siguiente haces la visita de seguimiento en las casas y ves cómo la vida persiste indefectiblemente. Eso de momento no se escribe, se deposita sobre la piel no más.
Curiosamente escribí mucho, lo hice el primer mes de encierro, pero fue porque me había empachado con todo el terror que quisieron meterme a cucharadas hasta el gaznate. Cerré fuertemente la boca y desde la televisión, desde la compu, desde las interminables e inentendibles cadenas nacionales me tapaban la nariz, me atenazaban las quijadas y continuaban metiendo su porquería a cucharadas. Entonces tuve que vomitar poesía, tres días. Tres días de palabras para evitar la necrosis y luego los largos días de corregir para que la belleza lograra asomar sus muslos en medio del terror y el odio de su inmundicia propagada a través de frases estúpidas y fusiles. Ocupé todo el primer mes en ello. Cuando pude terminarlo lo leí solo una vez más y regresé a la ficción de mi narrativa.
Luego todo fue el desierto.
La repetición de los días. El Encierro. Quince días. Quince días. Quince días interminable, como la roca de Sísifo. El miedo y el ansia de poder cubriendo las cosas con su miasma. Tu lucha minúscula en medio del mar de miedo para proteger a los tuyos de perder la cordura. Callarse para evitar la lapidación. Proscritos los abrazos. Proscrita la capacidad de cuidarse a sí mismo. Proscrito el propio sentido común. Proscrito el disenso. Herejes por todos lados. Herejes. Hogueras de insultos para los Herejes. Condenación social eterna como el miedo que marchita lo poco que de humanos habíamos conseguido. El Gran Hermano saliendo de los libros, todos los manuales de propaganda fascista como en documental 3D. Cuando el destino nos alcanzó nos encontró colgados de las pantallas.
Por fortuna las palabras. Por fortuna la belleza para desafiar al miedo. Por fortuna recordar el teatro. Recordar, de momento solo esa esperanza, la de la memoria. Respirar. Respirar sin mordaza. Cuidarse, cuidar, cuidarnos sin pedir el permiso de los poderosos. Abrazar, el acto más revolucionario de estos tiempos. Poco a poco, en la maraña del bosque encontrar a otros hartos del miedo. Mudos que recuperan el habla. ¡Milagro! ¡Milagro! Salir de la avalancha, maltratado pero entero. Salir. Confiar de nuevo en tu cordura y dejar pasar la turba enloquecida de miedo.
Por fortuna las palabras. Respirar. Por fortuna la inútil belleza. Por fortuna la risa y los abrazos. De momento escribo, solo eso.
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