A las cuatro y quince hay tanto ruido dentro como fuera de
ese café estrecho a la orilla de la primera calle poniente. La gente sale del
trabajo, como salen los escolares de las clases que les aburren, pero la gente no va todavía a casa, van a buscar el café de la tarde.
Tengo suerte porque mi café y yo encontramos una mesa para
dos: mi libro y yo. El café entonces resulta una suerte de excusa para pasar
una hora leyendo, consciente de las miradas que se dirigen al libro, ese raro
objeto en tiempos de chat.
Las mesas se van llenando, pero nadie se atreve a romper mi
concentración, mientas me zambullo en una página tras otra del libro de poesía
que Sergio Inestrosa me dejó cuando vino a
presentarlo, peregrino de regreso a su tierra, al paisito por el que
suspira desde su San Francisco. Así pues, nadie me pregunta si puede sentarse y
continúo en mi cita literaria.
Levanto la cabeza y
veo en la mesa de enfrente a los dos señores de cincuenta y tantos, que
vienen usualmente a este café. Uno se queda sentado, reservando el espacio y el
otro va por los cafés. Siempre saben qué pan llevarle al otro, cuando se turnan
en ese oficio de cuidar el espacio en la mesa e ir por el café. Lo sé, porque
los observo cada vez que vengo aquí…
creo que los escritores y los
teatreros tienen eso en común: somos voyeurs por motivos profesionales y
porque nos encanta, siempre observando las vidas ajenas, a ver si se encuentra
alguna historia o algún personaje interesante. Como la mujer que entra con su delantal lleno de encajes y
sus más o menos cincuenta y cinco años empacados en un cuerpo rollizo y
rebosando maquillaje por los ojos, se pide un café negro y una semita alta y se
sienta por media hora a reírse con su celular, o a putearlo, según sea el día.
Los señores cincuentones se han acomodado uno frente a otro.
Lentamente endulzan el café, mientras sonríen por algún comentario y procuran
que sus manos no se toquen al tomar el pan. La charla hoy es serena, a veces el
señor más serio, el que casi siempre se queda en la mesa guardando el espacio,
se mira realmente triste y el otro señor, el que se ríe de forma contenida y va
casi siempre por el café, le habla
animadamente y lo mira con ternura, solo
cuando cree que nadie inclusive el señor
serio, se da cuenta. Hoy la charla es serena
y se escurre en la confianza con que fluyen las palabras, todo el tiempo
que estos dos señores deben tener de conocerse; entonces imagino que se
encontrarán cada semana para tomar café y charlar, quien sabe desde hace
cuántos años, cuando aquí no existía este café, sino otro más elegante, en los
bajos del gran hotel que se derrumbó en el terremoto que sacudió a San Salvador en
el ochenta y seis y sepultó consigo a su dueño.
Pienso que a veces soy un poco como mi abuela, contando el tiempo desde
una desgracia a la siguiente.
La mujer rolliza del delantal cargado de encajes termina de
reírse con su celular y se levanta para atravesar con paso lento el salón.
Pienso cómo debió ser ese café que nunca conocí, esa ciudad que apenas me
presentaron, cuando vi desplomarse el
gran hotel frente a mis ojos
mientras danzaba aturdida con la tierra, todo como si estuviera en una
película. Pestañeo y guardo el libro, apuro lo que queda de mi líquida excusa
para ocupar la mesa. Los señores cincuentones se han levantado y el que casi
siempre va a traer el café, le abre la puerta al otro con un gesto gracioso, el
mismo gesto gracioso de siempre. Los veo al otro lado del cristal,
despidiéndose con la mano en alto y un gesto de cabeza, para irse luego en sentidos
opuestos y sin voltear a ver.
Chequeo una vez más la hora. Los lunes no hay ensayo después
del trabajo, así que los lunes generalmente son como un mínimo domingo de una
hora para espiar otras vidas dentro y fuera de los libros.
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