Tal vez divago, chocheo podríamos decir, pero a veces me da por salirme del torbellino cotidiano y cuestionar muy seriamente mis intenciones, es decir, preguntarme porqué diablos hago.
Hacer teatro es una especie de deporte extremo en cualquier lugar del planeta y en cualquier circunstancia, riesgoso para quienes por elección o fatum se han ubicado fuera del gran cartel. Hacer teatro de grupo es, dentro de esto, una especie de rafting maratónico, porque si bien el actor pone su cuerpo y espíritu en el escenario, pone además su propia persona, su ego, en el trabajo de grupo, en el que se ve en escena y el que permanece anónimo muchas veces, tras las bambalinas del área técnica o de producción, y cuando la corriente es rápida hay que tener cuidado de no resultar estrellado contra un muro o perder completamente el rumbo de tu balsa. Hay muchas cosas en las que ponerse de acuerdo y hay que tener la capacidad de ser críticos a la hora de saber si es que quiero decir o hacer algo, o ganar una discución por el bienestar del grupo o para hacer ronronear a mi ego.
La velocidad y la sobre exposición de nuestros días tampoco ayudan mucho. Hay que aparecer permanentemente, hay que ofrecer algo permanentemente, so pena de desaparecer, sobre todo en medios tan precarios como el nuestro, pero el teatro es algo vivo y delicado, que se gesta la mayoría de veces entre el silencio y el caos, y a este bicho extraño le disgustan demasiadas miradas antes de tiempo, cuando su caparazón no está listo para lanzarse al ruedo, cuando aún no sabe qué es, o si quiera, si es. Entonces lo único que desea es que nadie se acerque, que le dejen entrenar hasta el trans cansancio, o escuchar en su cabeza las mil voces que puede tener ese personaje, o intentar una y otra vez, hasta desentrañar el verdadero sentido de esa frase, sin distaer su energía en aparecer bonito o bonita en la fotografía, o pensar si es el que más trabaja o no en el grupo, o si es el mejor en esto o aquello. Recordar una y otra vez, como decía el bueno de Stanislavsky, que hay que buscar amar al teatro en uno y no a uno en el teatro. Preguntarse muy en serio, una y otra vez, qué quiero hacer: ¿Hacer Teatro o hacer pose?
Y luego repetirse esa frase que muchas veces le da risa a los aprendices cuando se las digo, esperando que lo comprendan: no hacemos turismo cultural, hacemos intercambio cultural. Tratamos de encontrar al Otro, con su historias, con sus formas de hacer, procurando (aunque uno suene muy trekkie) apreciar la Infinita Diversidad en Infinitas Combinaciones. Lo importante no es el viaje físico (aunque nos cueste mucho aceptarlo), lo importante no es la búsqueda del reconocimiento (aunque nuestra naturaleza anhela el reconocimiento), lo importante es el viaje creativo, el proceso artístico, el descubrimiento de ese utópico actor sagrado y teatro sagrado que soñaban otros antes de nosotros y que tal vez existe dentro nuestro, esperando a que su espíritu sea compartido con los que comparten nuestro teatro.
Es fácil perderse en la ruta, es fácil olvidar porqué uno tomó la decisión vital de escoger este tipo de teatro y no otro, es fácil sucumbir ante el cansancio, la precariedad, la competencia, el sin sentido, el desmesurado culto a la auto imagen. Es mucho más cómodo elegir el resultado al proceso, lo mediático a las horas y horas de entrenamiento, de búsqueda, de cuestionamiento, de conciencia. Pero cuando uno lo encuentra, ese momento de total lucidez, esa conección con el creador de Arte en vos, esa campana de vacío que para el tiempo, entonces uno sabe, aunque nadie más se entere de ello, que ha valido la pena.
Divago, tal vez soy una cosa en extinción alzando mi mudez ante impasibles molinos de viento. Ciertamente divago, pero necesito de vez en cuando, sobre todo cuando el torbellino cotidiano de lo que me rodea parece más fuerte que mis voces interiores, preguntarme porqué diablos hago lo que hago y asegurarme que no he perdido el camino, que todavía busco mi teatro.
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