Era 1997, creo. En el
90, con “La misma sangre” de Carlos Velis, me había contagiado del virus
teatral. Desde entonces había visto todo
el teatro que había podido, había entrado al mítico Taller de Teatro
Universitario de la UES, de la mano de Roberto Salinas pasaba de enamorarme del
Lorca poeta al Lorca dramaturgo y me había encantado la presencia de Isabel Dada y
Dorita de Ayala.
Estaba por ese entonces iniciando un taller sobre análisis
de texto con Filánder Funes, en el tercer nivel del Teatro Nacional, el texto
era de Shakespeare y entonces llega uno de los colegas de Teatro Universitario
y me dice que un director llamado Roberto Salomón necesita actrices para hacer
de hadas en su montaje de Sueño de una noche de verano… de Shakespeare. Si, fue
un dilema… que terminó conmigo en el patio de Actoteatro, escuchando las
indicaciones de Eunice Payés y creyendo que nunca más tendría la oportunidad de
trabajar con Filánder Funes, pero bueno… eso es otra historia.
El tema es que más o menos un mes después de eso, estábamos
todos, jovencísimos y boquiabiertos, en el escenario de la Gran Sala. Hay algo
mágico en llegar a un escenario, es como si de pronto llegaras a un mundo nuevo y en ese mundo
nuevo, pudieras ir a cualquier parte. Durante toda la temporada parecíamos
ratones en casa nueva, yendo y viniendo, conociendo esa casa encantada que se
llamaba Teatro Nacional.
En uno de los ensayos generales llegó Isabel. Isabel Dada,
esa hermosa señora del teatro. Y allí la conocí y luego la volvía a encontrar
en Radio Clásica, en la Fundación María Escalón de Núñez, en muchos otros espacios donde se hacían
actividades culturales en los noventas y como no, en el teatro, siempre en el
teatro.
Curiosamente mi primer pensamiento sobre Isabel no es el
teatro. Es más bien esa cualidad de inocencia que siempre me admiró, desde la
primera vez que hablé con ella. No era esto de desconectarse del mundo y ser
ingenuo, más bien era el creer que el mundo es un lugar donde a pesar de los
peligros encontrarás gente buena y seguramente, después de la batalla, todo
estará bien. Ya fuera contando sobre sus peripecias para hacer teatro, el criar
a sus niños sola, el Maestro Barbero, o el comentar lo cuesta arriba que podía
hacerse un proyecto teatral en este país, Isabel conservaba la inocencia detrás
de sus fabulosos ojos y cuando te tomaba la mano en la conversación, después
que vos también le contabas lo difícil que podía ponerse todo, estabas segura
que sí, que al final, todo estaría bien.
Luego me viene a la cabeza también su voz, cuidada en el
decir, cuidada en el recitar. “Si la poesía no se escucha bella, no le llega
esa belleza al público, no lo toca”, me dijo una vez cuando me la encontré
en Radio Clásica y hablábamos de la
declamación y de su programa de poesía “Homenaje a la vida” y de la Academia
Shakespeare. Esa cualidad de inocencia también era búsqueda de la belleza, era
una clase de cortesía que te atrapaba, un compromiso con el oficio… era una cosa que recuerdo de los señores del
teatro: Isabel, Tony Perdomo, Irma Elena Fuentes, Paco Campos, Eugenio y tantos
que emprendieron viaje en este país sin memoria… no sé, algo que quizás es de
otros tiempos.
Urd, Verdandi y Skuld, hilaron, hilaron, hilaron al pie de
Yggdrasil… Las Nornas usaron tijera afilada justo hace una semana, porque
también partieron Marta Alicia Aragón, actriz de la generación de Bellas Artes
y Max Herrera, músico del Bachillerato en Artes del Cenar. Partidas para las
que no hubo pañuelos blancos en los medios de comunicación. Vuelos en bandada en
nuestro paisito donde parece que no paramos de despedirnos.
En un arte efímero, hecho con una vida hecha de sueños, donde
al terminar la función no quedan libros ni cuadros que inmortalicen la obra,
donde todo desaparece con el cierre del telón una y otra vez después de cada
función, al final nos queda eso: el recuerdo de los ojos de Isabel, de su mano,
de su voz educada, de sus personajes engañando el tiempo en las tablas. La
memoria del trabajo de Marta Alicia Aragón, que según me comentan era
impresionante sobre el escenario del Teatro Nacional, la sonrisa cálida y las
notas de la guitarra de Max Herrera en
noches y noches de bohemia y “vos sabés,
lo que es tener un amigo, que derrame lágrimas por vos…” con las voces del
público acompañando. Después, cuando se
apagan las luces y se disuelve el eco de los aplausos, todo es silencio.
Bendito silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario