miércoles, junio 21, 2017

La edad de la inocencia



Era 1997, creo.  En el 90, con “La misma sangre” de Carlos Velis, me había contagiado del virus teatral. Desde entonces había visto  todo el teatro que había podido, había entrado al mítico Taller de Teatro Universitario de la UES, de la mano de Roberto Salinas pasaba de enamorarme del Lorca poeta al Lorca dramaturgo y me había encantado la presencia de  Isabel Dada y  Dorita de Ayala.
Estaba por ese entonces iniciando un taller sobre análisis de texto con Filánder Funes, en el tercer nivel del Teatro Nacional, el texto era de Shakespeare y entonces llega uno de los colegas de Teatro Universitario y me dice que un director llamado Roberto Salomón necesita actrices para hacer de hadas en su montaje de Sueño de una noche de verano… de Shakespeare. Si, fue un dilema… que terminó conmigo en el patio de Actoteatro, escuchando las indicaciones de Eunice Payés y creyendo que nunca más tendría la oportunidad de trabajar con Filánder Funes, pero bueno… eso es otra historia.
El tema es que más o menos un mes después de eso, estábamos todos, jovencísimos y boquiabiertos, en el escenario de la Gran Sala. Hay algo mágico en llegar a un escenario, es como si de pronto  llegaras a un mundo nuevo y en ese mundo nuevo, pudieras ir a cualquier parte. Durante toda la temporada parecíamos ratones en casa nueva, yendo y viniendo, conociendo esa casa encantada que se llamaba Teatro Nacional.
En uno de los ensayos generales llegó Isabel. Isabel Dada, esa hermosa señora del teatro. Y allí la conocí y luego la volvía a encontrar en Radio Clásica, en la Fundación María Escalón de Núñez, en  muchos otros espacios donde se hacían actividades culturales en los noventas y como no, en el teatro, siempre en el teatro.
Curiosamente mi primer pensamiento sobre Isabel no es el teatro. Es más bien esa cualidad de inocencia que siempre me admiró, desde la primera vez que hablé con ella. No era esto de desconectarse del mundo y ser ingenuo, más bien era el creer que el mundo es un lugar donde a pesar de los peligros encontrarás gente buena y seguramente, después de la batalla, todo estará bien. Ya fuera contando sobre sus peripecias para hacer teatro, el criar a sus niños sola, el Maestro Barbero, o el comentar lo cuesta arriba que podía hacerse un proyecto teatral en este país, Isabel conservaba la inocencia detrás de sus fabulosos ojos y cuando te tomaba la mano en la conversación, después que vos también le contabas lo difícil que podía ponerse todo, estabas segura que sí, que al final, todo estaría bien.
Luego me viene a la cabeza también su voz, cuidada en el decir, cuidada en el recitar. “Si la poesía no se escucha bella, no le llega esa belleza al público, no lo toca”, me dijo una vez cuando me la encontré en  Radio Clásica y hablábamos de la declamación y de su programa de poesía “Homenaje a la vida” y de la Academia Shakespeare. Esa cualidad de inocencia también era búsqueda de la belleza, era una clase de cortesía que te atrapaba, un compromiso con el oficio… era  una cosa que recuerdo de los señores del teatro: Isabel, Tony Perdomo, Irma Elena Fuentes, Paco Campos, Eugenio y tantos que emprendieron viaje en este país sin memoria… no sé, algo que quizás es de otros tiempos.
Urd, Verdandi y Skuld, hilaron, hilaron, hilaron al pie de Yggdrasil… Las Nornas usaron tijera afilada justo hace una semana, porque también partieron Marta Alicia Aragón, actriz de la generación de Bellas Artes y Max Herrera, músico del Bachillerato en Artes del Cenar. Partidas para las que no hubo pañuelos blancos en los medios de comunicación. Vuelos en bandada en nuestro paisito donde parece que no paramos de despedirnos.
En un arte efímero, hecho con una vida hecha de sueños, donde al terminar la función no quedan libros ni cuadros que inmortalicen la obra, donde todo desaparece con el cierre del telón una y otra vez después de cada función, al final nos queda eso: el recuerdo de los ojos de Isabel, de su mano, de su voz educada, de sus personajes engañando el tiempo en las tablas. La memoria del trabajo de Marta Alicia Aragón, que según me comentan era impresionante sobre el escenario del Teatro Nacional, la sonrisa cálida y las notas de la guitarra  de Max Herrera en noches y noches de bohemia y  “vos sabés, lo que es tener un amigo, que derrame lágrimas por vos…” con las voces del público acompañando.  Después, cuando se apagan las luces y se disuelve el eco de los aplausos, todo es silencio.
Bendito silencio.

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