El tiempo es un viaje circular, lo recordé cuando vi tus
ojos y fue como si no hubieran pasado ocho meses.
No me gustan los aeropuertos, a veces son agobiantes, a
veces tienes la impresión que algo se pierde irremediablemente en ellos, pero
ayer me gustó esperar en la puerta de salida, una persona anónima entre un mar
de gente anónima que espera, para saltar de alegría cuando vi la sonrisa que
empacaste en tu maleta. Son mágicas las maletas, sellados contenedores de
sueños que se abren con la algarabía de la sorpresa, en esto, son iguales a los
sombreros de mago.
El caso es que te abracé
para que tu pecho detuviera la carrera loca de mi corazón. Ese abrazo
fue tal y como lo había dibujado detrás de mis párpados: infinito y perfecto,
como deben ser las cosas que se anhelan.
La piel tiene memoria, lo recordé al encontrarme con tus
manos, sabias como el tiempo, pero eso no voy a contarlo ahora, porque hay
cosas que no cuento, para que queden guardadas en la tierra profunda del
secreto y germinen solo cuando la luna las toque con su luz azul.
En la mínima soledad de la madrugada, me escabullo a ver
cómo el sol va tiñendo de luz las montañas que nos rodean, a nosotros, pequeñas
cosas hechas de melancolías y esperanza. Cuando el día llegue pleno a dibujar lo
real de las formas, nos juntaremos con otros soñadores a planear cómo quebrar
el cotidiano a punta de risas, desde donde quiera que nos toque colocar el
escenario.
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