En abril, estuvimos realizando cuentacuentos, conversatorios y firma de libros de La Casa, así que para cerrar el mes, comparto con ustedes, uno de los cuentos de esa colección. Para quienes estén interesados en el libro, puede comprarlo en estación Gize Bakery en San Salvador y Casa Flamenco en Suchitoto, o escribirme a asociacion.escenario@gmail.com para actividades escolares con el libro o envíos fuera del país a partir de mayo de 2023. La ilustración es de la genail artista salvadoreña Edith Hernández y los textos de Jen Valiente
Los duendes de la lluvia
En las lejanas
tierras de Cuscatlán existieron dos duendes que eran servidores del Señor de
las Aguas, eran hermanos y eran gemelos, nadie podía diferenciarlos y todo el
mundo les llamaba Los Chaques; además de parecerse en todo cuanto se podía ver
por fuera, se parecían en su forma de ser: eran muy alegres y con sus risas
atraían a todos los pájaros de los alrededores. Siempre estaban haciendo
travesuras y esto les había traído ya problemas en la corte del Señor de las
Aguas, porque los gemelos eran un imán de líos.

Una mañana,
estaba el Señor de las Aguas en las montañas del norte, escuchando a sus
súbditos para enterarse de todo cuanto sucedía y poner orden en sus asuntos,
cuando de repente llegó llorando el micoleón, porque al dormirse en un árbol,
había dejado colgar su cola y al despertar se dio cuenta que los duendes se la
habían enrollado alrededor de un palito, cuando se lo quitó le quedó enrollada
la punta y así permanece hasta el día de hoy. Luego gritó la lora que llevaba
en las patas su nido, sus hijitos loritos estaban todos pelones, porque
cuando
la lora fue a buscar jocotes para
el desayuno, los duendes les quitaron todas las plumas y por eso las loras
chiquitas son pelonas hasta el día de hoy. Después por señas habló el torogoz,
al que los duendes le escondieron la voz en un paredón, por bromear, pero
después se les olvidó dónde la habían puesto y hasta
ahora no la han encontrado, por eso el
torogoz no canta y se la pasa haciendo hoyos en los muros.
El Señor de las
Aguas estaba desesperado con tanta queja: que si le habían pintado el lomo al
ocelote, se habían chupado todo el olor de los izotes y quién sabe cuánta
travesura más; todos los animales de la montaña estaban bien molestos y querían
que se castigara a los pícaros. En eso
llegó volando muy agitado el Rey Zope; el Señor de las Aguas se afligió
pensando en qué barbaridad habrían hecho los duendes con Su Alteza, cuando el
Rey Zope, casi sin aliento dijo:
- ¡Señor, Señor, Gran Señor! ¡Los campos de oriente se mueren! Hace un mes
cayó la última lluvia y brotó el maíz, pero todas las nubes se fueron y no hay
una gota de agua, las plantitas no van a resistir mucho más tiempo. Si tú no
llevas agua a oriente, se perderá toda la cosecha y los hombres y animales morirán de hambre y sed.
Un gran rumor de preocupación se levantó de todas partes. El Señor de
las Aguas pensó que la ocasión podría servirle para encargar a los duendes
una tarea que los mantuviera alejados de los problemas, era tiempo que comenzaran a tener responsabilidades; además él
tenía que quedarse para arreglar las
cosas y enderezar el peñón de Cayaguanca que tampoco se había salvado de las
pilladas. Mandó a llamar a los hermanos, que llegaron alegremente seguidos por
una parvada de guacalchías, chiltotas, pericos, zanates y cuantos pájaros había
en los alrededores. El Señor de las Aguas se les quedó viendo muy serio, en
medio del silencio general y los duendes también se pusieron serios, pues no
querían disgustar a su Señor.
- Mis queridos
Chaques – dijo el Señor de las Aguas – Oriente se muere por la sequía y si no
reciben agua pronto, la cosecha se perderá y la gente y los animales perecerán…
yo no podré ir porque tengo que quedarme
a desenredar las cosas que ustedes han enredado.
Los hermanos se
miraron y se pusieron más serios y cabizbajos.
- Así pues, continuó
el Señor de las Aguas, ustedes van a ir a oriente.
Los hermanos se
alegraron mucho, en realidad no eran malos y si se metían en problemas era solo
porque no medían el alcance de sus travesuras.
El Señor de las
Aguas les dio un huevo de guacalchía, de todos es sabido que los huevos de
guacalchía son siempre eficaces en encantamientos de todo tipo, y les dijo:
- Vayan rápido al río Lempa y llenen este huevo de agua y después, con
mucho cuidado váyanse para oriente y cuando lleguen a los campos de maíz,
riegan el agua para que se termine la sequía.
Los duendes salieron corriendo para el río, allá se estuvieron un día y
una noche llenando el huevo, porque era bastante agua la que necesitaban los
campos y tempranito al día siguiente, se desayunaron dos tortillas con queso y
se fueron para oriente, llevaban el huevo bien envuelto en hojas de huerta en
una cebadera, donde habían metido también unos tamales pisques y un su poquito
de chicha para más tarde. Iban con los pájaros a su alrededor, saltando de
cerro en cerro y mojándose los pies en las
quebradas, cuando se cansaron de
tanto andar, se sentaron un rato en el volcán de San Salvador y 8abrieron un par
de tamales; después de comer se les antojó algo dulce y allá por Ilopango
vieron unos palos de guayaba, con guayabas bien maduritas y olorosas, se
acercaron hasta Soyapango y desde allí,
se pusieron a tirarles con hondilla pero se les acabaron las piedras; cada vez
más impacientes porque no podían bajar las guayabas, se pusieron a buscar cosas
para tirarles, pero no había nada y los palos de guayaba se pusieron a reírse
quedito y les decían: “lero, lero… no nos pegan”. De tan enojados que estaban
por su mala puntería, les tiraron las hojas de los tamales, el tecomate de la
chicha, la cebadera y terminaron por tirarles el huevo. Ni se dieron cuenta,
cuando ya el huevo iba volando en el aire, cuando lo quisieron agarrar… ¡Pas!
Se estrelló en una hondonada, rompiéndose en dos, se salió toda el agua y es lo
que se conoce ahora como el lago de Ilopango.
Los Chaques se quedaron boquiabiertos y sin saber qué hacer, buscaron
los cascarones y aunque los encontraron en la orilla del lago, no pudieron
volver a meter toda el agua porque su magia no era tan poderosa como la del
Señor de las Aguas. A la orilla del lago habían unos árboles a los que les
dicen llama del bosque, a sus flores les llaman miones, porque en ellas se
guarda el agua de lluvia y cuando uno los aprieta, salen los chorritos de agua.
Los duendes cortaron todos los miones que pudieron, los llenaron con agua y los
echaron en la cebadera y con eso siguieron su camino a oriente, apurando el
paso para no meterse en más problemas.
En el camino se les
pasó la aflicción y casi al atardecer llegaron a oriente, jugando con los
pájaros que los seguían a todas partes. Cuando llegaron, se quedaron parados
viendo el campo: las pobres matitas de maíz se doblaban agotadas por la falta
de agua, todo el paisaje estaba seco y café, no había sombra en los árboles, ni
zacate en las lomas, los pájaros se callaron ante lo desolado del paisaje. Los
duendes sacaron sus miones y comenzaron a regar el agua en el campo, pero la
tierra reseca por tanto tiempo, se bebió el agua en un minuto y apenas lograron
regar dos surcos con toda la que llevaban.
Los duendes se sintieron muy arrepentidos de su ligereza ¡toda el agua
se había perdido por su irresponsabilidad! El Señor de las Aguas los había
enviado pensando en que sabrían cumplir con el encargo; las plantas, la gente y
los animales dependían del agua que ellos llevaban en el huevo y que tontamente
habían botado y ahora, todo el campo se secaría, todo el maíz se secaría. Los
duendes pensaron en lo irresponsables que habían sido, todos los problemas que
habían causado con sus travesuras y su
falta de seriedad. Mientras volaban sobre el campo marchito, lágrimas asomaron
a sus ojos y comenzaron a caer en un gran torrente hacia el campo seco, los sollozos y suspiros de los duendes formaban
nubes que rodaban, chocando una contra otra, sacado chispas y haciendo un gran
ruido.
La lluvia cayó generosa sobre el campo, mientras los truenos y
relámpagos anunciaban el fin de la sequía. Los duendes se miraban entre sí
sorprendidos: ¡habían creado una hermosa tormenta! La tierra se volvió de nuevo
húmeda y negra y la cosecha de maíz se salvó, los hombres y los animales
bailaron debajo de la lluvia, agradeciendo. Cuando escampó, una capa de siete
colores se extendió por el cielo, era señal de que el Señor de las Aguas
viajaba por el azul. Cuando llegó a los campos y vio el maíz, sonrió complacido
y dijo a los hermanos:
- Mis queridos Chaques, han enmendado su conducta y por eso han
alcanzado la magia de la tormenta, de ahora en adelante los rayos y los truenos
serán los atabales que anuncien su
llegada.
Los duendes
sonrieron, siempre felices pero nunca más irresponsables y cuando regresaban al
centro de Cuscatlán, vieron en medio de los campos de oriente una laguna, que
se había formado con su primera tormenta. Cientos de pájaros llegaban a sus
orillas, atraídos por una magia misteriosa, es la laguna de El Ocotal, donde
aún ahora pueden verse pájaros de los
más diversos colores, que siguen sus aguas, como en tiempos antiguos siguieron
a los duendes de la lluvia.
Jen Valiente