Alicia entre abrió lentamente un ojo, no fuera a ser que
alguna carta de picas la viera y se le antojara encerrarla, desde que estaban a merced de las cartas de picas, uno debía andarse con cuidado. No escuchó nada,
así que decidió abrir despacito ambos ojos, cuando lo hizo vio a otros en la plaza que estaban haciendo
lo mismo, pero sin moverse porque nadie sabía si podían moverse o no, aunque ya
todos habían contado hasta cuarenta.
Desde que a la Reina de Corazones le había dado por jugar a
las escondidas, nadie sabía en el Reino que
habían de hacer o no. Alicia dio un respingo muerta del susto. Desde los
anuncios en la plaza la Reina de Corazones gritaba: “Al que no salte…. ¡que le
corten la cabeza!”.
Todos saltaban como locos y los que aún tenían los ojos
cerrados rodaban por el piso, pues es difícil mantener el equilibrio saltando
sin ver. En eso pasó El Sombrerero Loco con un enorme rótulo que decía “¡Alto!”
y todos pararon de golpe. Alicia sudaba y resoplaba cuando por los altavoces se
escuchó la voz chillona de la Reina de Corazones:
-
Ahora todos en un pie, menos los que su nombre
comience con C… Ahora, los conejos saltarán hacia atrás y quienes se llamen
Alicia se pararán de cabeza… ¡Todo el mundo caminando en círculos!
Alicia no sabía si debía caminar en círculos mientras se
paraba de cabeza y levantó la mano para preguntar, pero una de las cartas de
picas pensó que iba a protestar por el juego y le soltó un bastonazo en la
cabeza.
-
¡Ay! – dijo Alicia sobándose el chichón, pero lo
dijo tan fuerte que se escuchó en toda la plaza y entonces la Reina de Corazones perdió los estribos.
-
¿Quién se atreve a quejarse? ¡Que le corten la
cabeza!... – Las cartas de picas cayeron encima de Alicia mientras a la Reina
de Corazones casi le daba un soponcio al ver interrumpido su juego - ¡Ah, cuánta ingratitud! – dijo al borde de las
lágrimas, mientras el Sombrerero Loco la abanicaba con billetes de a cien y el
As de Corazones repetía constantemente en su pequeña pantalla, que la pobre
Reina de Corazones tenía razón en todo.
Alicia no entendía nada. Las cartas de picas la llevaban
entre empujones a una cajita de fósforos, donde había encerrado también a la
Liebre, al Conejo Blanco y a otros cincuenta súbditos por no aplaudir cuando era debido. En medio de
todo el alboroto, Alicia alcanzó a ver un pañuelo que se agitaba en el aire y
la sonrisa inconfundible del Gato de Cheshire, que ya antes le había advertido
sobre seguirle la corriente a la Reina
de Corazones.
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