Descubro que salir a caminar sin el Niche a las 4:00 a.m. tiene menos gracia. Es cierto que mi brazo descansa de los jaloneos que terminan de sacudirme el sueño del cuerpo y el espíritu y ahora puedo detenerme lo suficiente como para saludar al viejo almendro de río que hay antes del taller y darle un abrazo con calma sin que me lleven en volandas por haberme tardado más de lo debido.
Sin embargo, hay cosas que se extrañan.
Salimos a la hora del gato. A esta hora los gatos del vecindario hacen su ronda antes de regresar a sus casa a dormir como criaturitas inocentes, para luego exigir a sus dueños el desayuno. Salir a la hora del gato es un riesgo calculado, pero los gatos son expertos maestros del camuflaje. Hay mañanas en las que el Niche no se da cuenta que esa piedra jaspeada frente a él no es una piedra, hasta que hemos pasado y entonces el gato nos mira con ojos burlones, mueve su cola y camina tranquilamente en dirección contraria a la nuestra. En otras, un gato blanco y negro camina en paralelo y en dirección contraria a nosotros, a una distancia prudente y sin quitarnos la vista de encima, hasta que está seguro que el perro frente a él no podrá alcanzarle y entonces se queda parado un momento viéndonos, antes de hacer una especie de mueca burlona y salir corriendo a todo lo que dan sus patas, que en un gato es bastante.
De todos los memorables adversarios gatunos de mi canino amigo, hay un gato en especial que vive en una casa al pie de la cuesta. Tiene un modus operandi admirable. Es el gato de los sábados.
Los sábados bajamos más tarde, a las 6:00 a.m. Antes de marcharme a mi clase de masaje, bajo a comprar pupusas para el desayuno. Un par de casas antes de la pupusería, este gato atigrado nos espera sentado pacientemente justo en la reja de entrada de su casa, entrecierra los ojos mientras nos ve bajar y cuando estamos a un par de pasos y el Niche piensa que esta vez logrará ponerle las patas encima, el muy bandido atraviesa la reja y sube tres escalones para quedarse de nuevo sentado, con una especie de beatífica sonrisa burlona cercana al modo zen, que le acaba la paciencia a mi nada paciente compañero canino, quien mete el hocico por la reja, tratando de alcanzar al taimado minino. El gato levanta despacio una pata y sin dejar de vernos amenaza subir un escalón más, con lo que el Niche comienza a ladrar. Como si aquello le causar una gracia indescriptible, el fulano gato, muy despacio, en realidad muy despacio, coloca la pata en el siguiente escalón y sube las doce gradas restantes y desde la última, voltea, se sienta y se lame la pata derecha con deleite,mientras nos mira de soslayo con su burlona sonrisa gatuna, mientras el Niche desespera.
Creo que este sábado, cuando baje a la pupusería sin el Niche, el felino acechante se quedará con un palmo de narices y entonces sin quitarle la vista de encima, me reiré entre dientes pensando que quien ríe al último, aunque no sea gato, ríe mejor.
Solo espero que mi estoica mascota se recupere pronto y bien de su operación, para poder continuar con nuestras correrías matutinas.
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