miércoles, diciembre 09, 2020

Crónicas del regreso. 24/7 o el vicio del anacronismo

 


Conectados e interconectados, hipertextuales y multitask, sobrecargados y sin un segundo de silencio, la infinidad de esos apéndices de las pantallas, que aún suelen nombrarse como humanos, vegetan en su continuum, levantando ocasionalmente la cabeza, como no entienden lo que ven, vuelven a clavar la mirada en la pantalla y así... veinticuatro, siete, trescientos sesenta y cinco y si se puede uno más en años bisiestos o en la imaginación de quien anhela otro lunes en la semana.

Para mí, que irresponsablemente conservo el anacronismo como vicio y con el agravio de no mostrar culpa al respecto, es demasiado cansado y no puedo concentrarme en ello. Se me va la vista de la pantalla hacia el cielo, o hacia la persona que frente a mí o en la mesa lejos de la mía, cumple como buen ciudadano con el ritual de conexión a la super inteligencia, pero esa no es la confesión más aberrante de esta serie de escandalosos hechos: por lo general tampoco  contesto inmediatamente ningún mensaje, pues tengo algunas costumbres extrañas que me lo impiden, como por ejemplo revisar mi celular tres veces al día en horarios para ello, o silenciarlo y guardarlo después de las ocho de la noche, o apagarlo los domingos... ese tipo de cosas que le pone los pelos de punta al prójimo... ya había advertido al principio del párrafo que admito mi irresponsabilidad social con la eterna conexión 24/7 en la que el ciudadano debe sumergirse con la beatífica sonrisa que produce el saberse parte anodina y totalmente intercambiable.

No es que me muera por interactuar en vivo y carne palpitante con la mayoría de mis congéneres... cuento con detalle a cada una de las pocas personas con las que puedo sostener una conversación inteligente e interesante por más de cinco minutos, lejos de los lugares comunes atiborrados de auto complacencia o fanatismo de hincha dominguero de cualquier denominación, vale decir que estas son también las personas con las que disfruto de las charlas virtuales, con agradecimientos incluidos y de corazón porque no escriben frases ininteligibles, intercalan minúsculas y mayúsculas o finalizan las oraciones con cosas como bb o prinzesa, que como información general, me provoca el inmediato e inflexible deseo de bloquear inmediatamente al emisor. 

El tema es que necesito silencio. Vivo en un edificio de apartamentos en una ciudad que coloquialmente es llamada Soyapánico, comparto el apartamento con otras tres personas y dos mascotas y el edificio con otras siete familias a cual más ruidosa y con equipos de sonido a todo volumen cuya programación oscila entre la amenazante voz de los pastores o la voz tuneada de los reguetoneros, si a eso le sumamos mi permanente ruido interior, saquen cuentas... Una de mis diversiones favoritas de domingo es levantarme más temprano que el resto de los habitantes del edificio y disfrutar de un par de horas viendo las repeticiones de alguna de mis series de sci fi favoritas, con el televisor en absoluto silencio.

De modo que supongo que mi aversión a sumergirme permanentemente en el mar virtual es más que nada aversión al ruido constante, el único problema de ello es que la realidad actual es ruido constante y a todo lo que dé el volumen, pues al parecer el que grita más es el que tiene la razón, o como dice el querido amigo y narrador salvadoreño Armando Molina: estamos rodeados de vociferantes.

¿Y a qué viene todo esto, aquí y ahora en la Gaticueva?... Tal vez sea producto de un airado reclamo que recibo de una conocida a quien tardé una hora en responder un mensaje personal, o a que cada vez que me preguntan por los últimos chismes de facebú, casi que me los invento con tal de no parecer desconectada, o simplemente necesitaba algo nuevo para las crónicas del regreso, vaya usted a saber y téngame paciencia, con seguridad contestaré a su mensaje, wapp o correo, antes de 24 horas... a menos que me escriba en día domingo por supuesto.


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