martes, septiembre 19, 2017

Dios nos salve, patria sangrada

En ese momento, metida en mi manía de leer en el transporte público, yo también tenía serias dudas sobre si Snape en verdad era un infiltrado fiel a Dumbledore o un doble agente de Voldemort. Mientras tanto, en la radio que el motorista llevaba a todo volumen, atravesando esa colonia obrera en uno de los municipios que los periódicos ponen en la lista de los más violentos del país, los comentaristas hacían la charla matutina sobre el nuevo despliegue de efectivos militares y policías que el gobierno realizaba ese día para volver seguro el centro de San Salvador y la incipiente campaña electoral que será el ambiente de fin de año. El repentino bloque de silencio que cayó pesadamente a mi alrededor y la atmósfera que rápidamente se había puesto densa, hicieron que sacara mi nariz del libro y viera a los dos tipos muy jóvenes que acababan de subirse al microbús, cubriéndose el rostro con sendas pañoletas y llevando cada uno una pistola con la que apuntaban en panorámica a todos, como si fueran a sacar una fotografía y estuvieran midiendo el espacio.
Uno de ellos le dio las indicaciones pertinentes al motorista: que no subiera a nadie más, redujera la velocidad  y fuera en línea recta sin parar ni acelerar. Luego, sin dejar de mover su pistola, el otro soltó:
- Sabemos que aquí va más de algún familiar de los mierdas de la veintidós, así que les llevan el recado: no nos gusta meternos con la gente trabajadora como ustedes (menos mal, pensé), nosotros también somos iguales a ustedes, pero si esos mierdas se siguen metiendo con la gente de aquí abajo, si siguen asaltando, todos van a pagar.
Asombrosamente, el público permanecía impertérrito ante el sermón, todos en silencio y mirando hacia el frente, como si ignorar aquello que estábamos viviendo hiciera que los dos tipos armados de pronto desaparecieran, pero no desaparecieron. En el breve silencio que hizo el elocuente y armado orador, se escuchó el eslogan: "El Salvador seguro" y a continuación y en detalle, los denodados esfuerzos gubernamentales por garantizar nuestro derecho a una vida plena y segura, en la impecable y bien modulada voz del locutor.
Nuestro orador en el pasillo del microbús no tenía una voz tan elegante, pero la pistola en su mano garantizaba nuestra total atención.
- Celulares en mano -dijo - Quiero ver todos los celulares y si vemos algo sospechoso, aquí mismo lo bajamos.
Todos se apresuraron a mostrar sus teléfonos. No estaba segura de si esa mañana habría puesto en mi cartera mi desfasado clon de dudosa procedencia, que siempre se queda trabado, o lo habría dejado como siempre, en algún lugar de la casa - una vez me lo encontré dentro del refrigerador y juro que no tengo idea de cómo llegó allí - el caso es que todo había sucedido tan de repente, que no tuve ocasión de memorizar el párrafo donde me había quedado ni ponerle un marcador al libro y no quería perder la página, ni abrir el libro por completo porque se podía dañar, así que hacía una extraña maroma para revisar mi cartera y mantener mi dedo en la página y párrafo correspondientes, mientras el tipo de la pistola me miraba sin entender y fastidiado, pasaba a tomar el de la señora de la par, para continuar luego con el resto de la fila. Mi búsqueda fue infructuosa pero logré no perder ni el párrafo ni la página y claro, no perder la vida en el intento.
Luego de hacer un último recordatorio respecto al mensaje que alguien de los presentes supuestamente debía entregar sobre temas de territorialidad, los tipos se bajaron en la siguiente parada y la gente que estaba allí ni siquiera se mosqueó, es más, uno de los señores que acompañaba a su hija colegiala a abordar el bus, se quedó con cara de: estos bichos... Cotidianidad, pensé yo, mientras miraba a la señora mayor de la par, que me veía con el terror en su rostro pálido y un ligero temblor en el labio de abajo. Me cambié el libro de mano y  le puse mi mano libre sobre la suya, que temblaba quizás un poco más que su labio, la miré intentando calmarla pero no le dije nada, ¿qué podés decir en esos casos? Al parecer lo entendió, porque soltó un hondo suspiro y su mano dejó de temblar.
El silencio se quedó, humillante y pegajoso, como una sucia sombra sobre todos. Yo pensé que podía soltarle la mano a la señora, para volver a meter mi nariz en el libro y enterarme si Dumbledore hacía caso de las sospechas sobre Snape. En la radio, a la que el motorista acababa de bajar el volumen, los dos comentaristas estaban invitando a los oyentes a entrar en su página de facebook y contestar la pregunta del día: ¿Piensa usted que el despliegue del ejército en el centro de San Salvador mejorará la seguridad? ¿Si o no? ¿Usted que piensa?
Habíamos pasado solo una parada más después que nuestros oradores se bajaron y entonces, a la siguiente parada, volvió a subirse otro par, esta vez sin pañuelos en las caras, pero sin que les faltaran pistolas en las manos, volviendo a apuntarlas en recorrido panorámico, desde el motorista
hasta el último de los pasajeros, antiguos y que recién abordaban el microbús. Y entonces, otro de los chicos, más jóvenes que los anteriores, retomó el discurso, recordándonos que ya nos habían quitado los celulares y que si volvían a tener una incursión no deseada en sus territorios, continuarían las represalias de este o de otro tipo.
El público, claro, volvió a comportarse: todos en completo silencio y viendo hacia el frente, algunos con evidente frustración, otros con clara desidia. La mujer en el asiento atrás de mí, se atrevió a hacer un gesto de disgusto y recibió un insulto personalizado mientras le apuntaban, calculé desde mi ángulo de visión, a la cabeza. Y luego, a la siguiente parada, también se bajaron ante la impasible mirada de los vecinos.
El silencio se condensó en el microbús, con el profundo tufo de la desesperanza. La señora junto a mí volvió a tomarme la mano, de nuevo estaba temblando. Una guapa mujer al otro lado del pasillo se recargó contra la ventanilla, mientras apoyaba el codo en el vidrio y se detenía la frente con la mano, como si fuera un peso demasiado grande de llevar, el motorista y el hombre que iba en el asiento junto a él, eran un bloque gélido que miraban hacia el frente como si no existiera nada más alrededor. Yo pensé que a la próxima debía llevarme un marcador de página para cuando perdiera el ánimo de leer. En ese momento, los comentaristas en la radio hacían una pausa sobre el despliegue de seguridad en el centro de San Salvador e iban a corte comercial. La impecable y bien modulada voz del locutor había comenzado a decir de nuevo: El Salvador seguro... pero antes que siguiera enumerando los denodados esfuerzos gubernamentales por garantizar nuestro derecho a una vida plena y segura, el motorista apagó de golpe la radio.

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