martes, julio 18, 2017

Voyeur



A las cuatro y quince hay tanto ruido dentro como fuera de ese café estrecho a la orilla de la primera calle poniente. La gente sale del trabajo, como salen los escolares de las clases que les aburren,  pero la gente no va todavía a casa,  van a buscar el café de la tarde.
Tengo suerte porque mi café y yo encontramos una mesa para dos: mi libro y yo. El café entonces resulta una suerte de excusa para pasar una hora leyendo, consciente de las miradas que se dirigen al libro, ese raro objeto en tiempos de chat.
Las mesas se van llenando, pero nadie se atreve a romper mi concentración, mientas me zambullo en una página tras otra del libro de poesía que Sergio Inestrosa me dejó cuando vino a  presentarlo, peregrino de regreso a su tierra, al paisito por el que suspira desde su San Francisco. Así pues, nadie me pregunta si puede sentarse y continúo en mi cita literaria.
Levanto la cabeza y  veo en la mesa de enfrente a los dos señores de cincuenta y tantos, que vienen usualmente a este café. Uno se queda sentado, reservando el espacio y el otro va por los cafés. Siempre saben qué pan llevarle al otro, cuando se turnan en ese oficio de cuidar el espacio en la mesa e ir por el café. Lo sé, porque los observo cada vez que vengo aquí…  creo que los escritores y los  teatreros tienen eso en común: somos voyeurs por motivos profesionales y porque nos encanta, siempre observando las vidas ajenas, a ver si se encuentra alguna historia o algún personaje interesante. Como la mujer  que entra con su delantal lleno de encajes y sus más o menos cincuenta y cinco años empacados en un cuerpo rollizo y rebosando maquillaje por los ojos, se pide un café negro y una semita alta y se sienta por media hora a reírse con su celular, o a putearlo, según sea el día.
Los señores cincuentones se han acomodado uno frente a otro. Lentamente endulzan el café, mientras sonríen por algún comentario y procuran que sus manos no se toquen al tomar el pan. La charla hoy es serena, a veces el señor más serio, el que casi siempre se queda en la mesa guardando el espacio, se mira realmente triste y el otro señor, el que se ríe de forma contenida y va casi siempre por el café,  le habla animadamente  y lo mira con ternura, solo cuando cree que nadie  inclusive el señor serio, se da cuenta. Hoy la charla es serena  y se escurre en la confianza con que fluyen las palabras, todo el tiempo que estos dos señores deben tener de conocerse; entonces imagino que se encontrarán cada semana para tomar café y charlar, quien sabe desde hace cuántos años, cuando aquí no existía este café, sino otro más elegante, en los bajos  del  gran hotel que se derrumbó  en el terremoto que sacudió a San Salvador en el ochenta y seis y sepultó consigo a su dueño.  Pienso que a veces soy un poco como mi abuela, contando el tiempo desde una desgracia a la siguiente.
La mujer rolliza del delantal cargado de encajes termina de reírse con su celular y se levanta para atravesar con paso lento el salón. Pienso cómo debió ser ese café que nunca conocí, esa ciudad que apenas me presentaron, cuando vi desplomarse el  gran  hotel frente a mis ojos mientras danzaba aturdida con la tierra, todo como si estuviera en una película. Pestañeo y guardo el libro, apuro lo que queda de mi líquida excusa para ocupar la mesa. Los señores cincuentones se han levantado y el que casi siempre va a traer el café, le abre la puerta al otro con un gesto gracioso, el mismo gesto gracioso de siempre. Los veo al otro lado del cristal, despidiéndose con la mano en alto y un gesto de cabeza, para irse luego en sentidos opuestos y sin voltear a ver.
Chequeo una vez más la hora. Los lunes no hay ensayo después del trabajo, así que los lunes generalmente son como un mínimo domingo de una hora para espiar otras vidas dentro y fuera de los libros.

miércoles, julio 05, 2017

El teatro de la calle

Martes a la tarde, camino con paso apurado las ocho o nueve cuadras que separan mi trabajo del local donde ensayamos y hacemos taller con el grupo. El laboratorio de entrenamiento actoral está llegando a un lugar muy interesante, la yuxtaposición del texto de Edward Albee y la partitura de movimientos sacada de secuencias del cotidiano, está produciendo cosas estupendas, ahora, si todo va bien, haremos diferentes montajes y experimentaremos cómo varían los significados de los personajes cuando variamos sus relaciones o el contexto en la escena... si, estoy entusiasmada.
A propósito camino tres cuadras sobre la primera calle poniente, donde el humo te ahoga, lo que es preferible a entrar en la peatonal, con esa primera cuadra encerrada por láminas aqua, que la han vuelto un paso aún más estrecho y asqueroso, lleno de basura, orines y excrementos.
A continuación te esperan otro par de cuadras con el asedio de los vendedores, que te jalonean para ofrecerte su mercancía, mientras haces lo imposible por evitar que secuestren tu brazo, y si se te ocurre pedirles que te suelten, prepárate para la violencia verbal.
Así que resueltamente entro al imperio del humo, para luego buscar la Calle Arce.
Cruzo por el pasaje Montalvo, con sus peleterías de principios del siglo pasado y sus tiendas de baratijas chinas que se desbaratan en un abrir y cerar de ojos y de pronto, un chiquillo de unos diez años corre para alcanzarme. Instintivamente, paso mi mochila hacia adelante y la apreto contra el pecho. El chiquillo me alcanza, sonríe y hace esa pregunta que escucho decenas de veces y no sé cómo responder, debido a que tengo más mala memoria que mis personajes:

- ¿Se acuerda de mí? - Afortuadamente no me da tiempo para responder - Mire, ¿porqué este mes no vimos teatro?, me reclama.

Entonces respiro. El chiquillo es uno de los cientos que atendemos cada mes en nuestro proyecto de "Niños al teatro". Un invento que surgió de la insistente solicitud de algunos profesores y directores entusiastas, de centros escolares del meritito caos del centro, que no podían pagar pero querían ver teatro y de la buena voluntad y solidaridad de los miembros del Tiet, que rascamos de dónde podemos, para llevarles atención teatral cada mes. Buscamos apoyo institucional, claro que sí, pero como de costumbre, la única respuesta fué el silencio o el "ellos no están dentro de la zona de atención", así que decidimos hacerlo por nuestra cuenta.
El primer mes fué intenso. Chicos que habían tenido poquísimo o ningún contacto con el teatro, o con el arte en general y no sabían cómo entrarle al asunto; profesores y padres que no saben o no les interesa saber que el arte puede contribuir al desarrollo humano integral de los chicos, sin necesidad de ponerles una nota. Ahora, cinco meses después de haber comenzado este otro experimento, siempre nos preguntan qué van a ver el siguiente mes.

- Si - me disculpo - es que hubo pausa pedagógica y no pudimos traerlos al teatro.
- ¿Y ahora? ¿vamos a ir?
- Si, vamos a ver malabares y títeres en la biblioteca
- ¿Con el elefante rosado? (un personaje)
- No, con otro amigo
- ¿Y voy a ir yo?
- Eso vamos a coordinar con los profesores.
- Dígale que lleve a cuarto, a cuarto dígale - me dice, mientras regresa a uno de los puestos de la peatonal - ¿Y el Gigante (otro personaje)?
- En su casa
- Dele saludos, dígale que cuándo va a llegar - me grita y agita la mano diciéndome adiós.

Apenas me despido, cuando otro chico más pequeño, con una canastilla de ganchos y chucherías me dice:

- ¡Primavera! ¿usté es la Primavera, veá?
- Si...
- ¿Y el Gigante? ¿va a venir?
- ¿Vos también vas a ver el teatro?
- Si, yo los vi ¿no se acuerda?... ¿lo van a dar otra vez?
- Si, vamos a dar otra cosa
- ¿Los piratas? (los personajes de En un Lugar de La Mancha)
- No, otra cosa
- ¿El qué?
- Ahí vas a ver
- Yo voy a ir, ahi los voy a ir a ver, ahi me mira cuando vaya
- Bueno
- Vaya, salú... y también agita la mano y sigue caminando, cuadra abajo.

Lo miro un momento, mientras pienso en lo mucho que me entusiasman los experimentos teatrales. Luego, sigo rápidamente, subiendo cuadras, hacia donde espera nuestro laboratorio.