jueves, agosto 20, 2020

Cuando la muerte

Muchas veces he dicho aquí y en otros lados, que tenía catorce años cuando conocí a Federiquito. Era una cría entonces, pero en la biblioteca del colegio ya me había enfermado de libros... cortos recreos en la biblioteca, siempre muy cortos para tantos libros, para tantas historias y sucede que cuando una tiene catorce años se enamora con todo y para siempre y  allí estaba en la biblioteca este muchacho con corbatín, sonrisa un poco triste y un poema verde que era como estar hablando dormido y al leerlo en voz alta, por encantamiento uno quedaba soñando con la luna, como esos sonámbulos que decía mi abuela que había que agarrarlos quedito de la mano y llevarlos con cuidado a acostar, sin despertarlos, porque si despertaban de golpe se quedaban para siempre en el mundo de los sueños y la gente decía que se hacían locos.

Y así, página a página, yo iba leyendo esos poemas donde había gente que se enamoraba pero que no eran de amor, o tal vez si, porque con cada párrafo yo suspiraba y con cada suspiro me iba quedando enamoradísima de él y estaba este poema que me ponía muy triste aunque me imaginaba que tenía música alegre por dentro, el poema pues, porque yo no podía tener ninguna música alegre por dentro mientras lo leía, más bien tenía algo así como arena de desierto.


VIÑETAS FLAMENCAS

MEMENTO

(Caña y Soleá de Triana)

Cuando yo me muera,
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.

Cuando yo me muera,
entre los naranjos
y la hierbabuena.

Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta.

                                          ¡Cuando yo me muera! 


y al final volvía a leer el nombre: Federico García Lorca y quise saber dónde vivía para escribirle una carta diciéndole lo mucho que me habían gustado sus poemas y que me declaraba su admiradora, pero en la biografía reseñaba que lo habían matado un 18 de agosto de 1936, en su país pero lejos de su casa, con gente que no conocía, en una de las tantas guerras que inventan los hombres para hacerse daño y fue una suerte que no hubiera nadie más en la biblioteca, solo la hermana que estaba en la entrada, porque esta fue una de las tantas veces que los libros me han hecho llorar de pena, al imaginarlo tan solo, muriendo lejos de su casa, después de haber escrito sobre su muerte.

Yo no lo sabía entonces, pero además de escribir sobre el amor, a los poetas les da por escribir sobre la muerte, la suya o las ajenas, y por alguna razón eso también te enternece, quizás porque presientes que alguna vez podría ser sobre uno mismo.

miércoles, agosto 12, 2020

Escribo

 

Escribo. No sé si mucho o poco. Escribo una página todos los días como un ritual que me permite respirar a falta del escenario. Muchas veces escribo sobre temas que no tienen nada que ver con la Peste, ni la Crisis, ni el teatro... ninguna de las cosas de actualidad sobre las que supuestamente deberíamos escribir... la Peste está demasiado próxima, se desdibuja, se desenfoca totalmente, como cuando colocas algo justo frente a tu nariz, imposible para mí escribir sobre ella ahora. Su hedor me sofoca. Los cronistas del siglo XIV debieron estar alejados, en los castillos de los señores, para poder escribir, pero yo voy y vengo en las comunidades donde la gente tiene miedo de ir al hospital, miedo de decir que se enferma, porque enfermarse es culpa o muerte. Entonces te llaman, aconsejas a las familias qué hacer con el enfermo, cómo cumplir la cuarentena, cómo aplicar los tratamientos y a la semana siguiente haces la visita de seguimiento en las casas y ves cómo la vida persiste indefectiblemente. Eso de momento no se escribe, se deposita sobre la piel no más.

Curiosamente escribí mucho, lo hice el primer mes de encierro, pero fue porque me había empachado con todo el terror que quisieron meterme a cucharadas hasta el gaznate. Cerré fuertemente la boca y desde la televisión, desde la compu, desde las interminables e inentendibles cadenas nacionales me tapaban la nariz, me atenazaban las quijadas y continuaban metiendo su porquería a cucharadas. Entonces tuve que vomitar poesía, tres días. Tres días de palabras para evitar la necrosis y luego los largos días de corregir para que la belleza lograra asomar sus muslos en medio del terror y el odio de su inmundicia propagada a través de frases estúpidas y fusiles. Ocupé todo el primer mes en ello. Cuando pude terminarlo lo leí solo una vez más y regresé a la ficción de mi narrativa.

Luego todo fue el desierto.

La repetición de los días. El Encierro. Quince días. Quince días. Quince días interminable, como la roca de Sísifo. El miedo y el ansia de poder cubriendo las cosas con su miasma. Tu lucha minúscula en medio del mar de miedo para proteger a los tuyos de perder la cordura. Callarse para evitar la lapidación. Proscritos los abrazos. Proscrita la capacidad de cuidarse a sí mismo. Proscrito el propio sentido común. Proscrito el disenso. Herejes por todos lados. Herejes. Hogueras de insultos para los Herejes. Condenación social eterna como el miedo que marchita lo poco que de humanos habíamos conseguido. El Gran Hermano saliendo de los libros, todos los manuales de propaganda fascista como en documental 3D. Cuando el destino nos alcanzó nos encontró colgados de las pantallas.

Por fortuna las palabras. Por fortuna la belleza para desafiar al miedo. Por fortuna recordar el teatro. Recordar, de momento solo esa esperanza, la de la memoria. Respirar. Respirar sin mordaza. Cuidarse, cuidar, cuidarnos sin pedir el permiso de los poderosos. Abrazar, el acto más revolucionario de estos tiempos. Poco a poco, en la maraña del bosque encontrar a otros  hartos del miedo. Mudos que recuperan el habla. ¡Milagro! ¡Milagro! Salir de la avalancha, maltratado pero entero. Salir. Confiar de nuevo en tu cordura y dejar pasar la turba enloquecida de miedo. 

Por fortuna las palabras. Respirar. Por fortuna la inútil belleza. Por fortuna la risa y los abrazos. De momento escribo, solo eso.

miércoles, agosto 05, 2020

Agosto

Siempre hay una docena de anécdotas sobre tu infancia que te sabes de memoria en versión de tu mamá o de tu abuela, creo que si quisiera recordar mi propia versión, no podría. Así pues, junto a las anécdotas de aparecidos y fantasmas o las travesuras de la infancia, la anécdota de Agosto es la de La Bajada, que es como se conoce popularmente a la procesión de la transfiguración de El Salvador del Mundo, alias El Colocho, de quien una vez al año se recuerda que es el santo patrono de nuestro país y se le agradecen las vacaciones de agosto que esta vez, en el mundo del apocalipsis post moderno, han pasado más descoloridas que la taltuza desteñida de horror de Don Sagatara.
En fin, que mi mamá y mi tía iban siempre a La Bajada, siempre, siempre, desde hace millones de años... y cuando mi prima y yo, que nos llevamos una semana de diferencia, nacimos a principios de ese año, pues ni modo que se frustrara la salida, así que a pesar de las protestas de mi abuela, ellas arreglaron a nosotras y las maletas, porque cuando andas con un bebé las maletas se multiplican por generación espontánea, a la hermana mayor de mi prima que contaría con unos tres años y en medio de las protestas de mi abuela, subieron a un autobús atestado de quienes desde temprano se encaminaban al centro para ver La Bajada desde los diferentes puntos en edificios, calles, aceras y postes del alumbrado público en los que uno puede acomodarse entre la Basílica del Sagrado Corazón y la Catedral Metropolitana en el Centro de San Salvador, entre cientos de cuerpos de todas las formas, tamaños y olores, regueros de basura, borrachos, ventas de chucherías callejeras, policías, perros callejeros, comida insalubre, sabrosa y barata como toda la comida callejera salvadoreña  y la típica amenaza de lluvia.
Y acá hay tres versiones diferentes, dependiendo de si lo cuenta mi mamá, mi tía o mi abuela, sin embargo no importa cuál escuchés, la frase de inicio siempre será igual: "Y las bajadas fuimos nosotras..." Porque en este país, desde tiempos inmemoriales, los autobuses para el transporte de pasajeros obtienen cero mantenimiento de los empresarios, andan casi por milagro y las más de veces, como en esa ocasión, sin frenos, así que mucho antes de llegar al Centro el dichoso bus volcó, mi pobre prima casi fue aplastada por una marea humana y yo tuve la fortuna de salir disparada debajo de un asiento, sin siquiera interrumpir mi siesta, aunque pasé de mano en mano entre los pasajeros heridos y magullados, hasta que alguien me sacó por una de las ventanillas y así en vez de tamales y café para  los funerales, tuvimos una anécdota que se cuenta en cada ocasión posible.
Hoy en la mañana, mientras escuchaba a mi madre y mi tía hablar por teléfono para contarse la anécdota una a la otra por millonésima vez para conmemorar La Bajada, sonreí pensando en la frase con la que mi abuela cerraba el cuento aunque alguien más lo estuviera contando: "Ya ven, por no hacerme caso" y pensé que El Colocho debe estar bastante aburrido ya de estar tan encerrado y solitario en Catedral.