sábado, marzo 28, 2015

Vacaciones

No hago grandes planes para las vacaciones. Me aseguro de tener lo necesario para no tener que ir a las aglomeraciones de los centros comerciales, encontrarme únicamente con quienes preciso ver y me quedo en casa a escribir, visto desde fuera seguramente no es de lo más emocionante, sin embargo todo se convierte en el lugar más confortable del mundo cuando puedes estar con un café y la compu por cuatro o cinco horas sin tener apuro por nada, excepto por el nuevo libro de Harry o el nuevo montaje de Jen
o de ser posible, por las dos cosas.
Eso es lo genial de las vacaciones, el tiempo vacío en el que puedes encontrarte con Woody Allen, Tolkien, los clásicos griegos y Chabela Vargas, caminar por el centro para ver gente pasar, curiosear en una librería de segunda mano o sentarte un par de horas para organizar todas tus ideas acerca de ese nuevo montaje que ha estado nada más como un caótico río de imágenes en tu cabeza.
Eso es lo que lleva más tiempo, desde que leíste el texto o desde que se te ocurrió el nuevo tema para el nuevo libro,  has estado por semanas volviendo a él, viendo cosas, anotando cosas, buscando palabras que llevan a otras palabras, viendo imágenes que llevan a otra imágenes, escuchando obsesivamente a Apocalyptica y al Gran Silencio y las ideas siguen acumulándose por la habitación, hasta que una mañana te despiertas y al bajarte de la cama te tropiezas con ellas, están por todas partes, las haces a un lado para buscar las yinas, las apartas para poder abrir la puerta y te las vas quitando de a poco, como telarañas, mientras caminas hacia la cocina para poner el café, no se van por el desagüe con el agua de la regadera y se prenden a tu ropa para interponerse entre tú y el vidrio del microbús, camino al trabajo, de pronto te las encuentras en medio del sandwich que te preparaste para el almuerzo o hacen ruido y te despiertan a las tres de la madrugada. Entonces sabes que necesitas un par de días libres para poder ver al techo, o al cielo, o hacer parecer que ves el paisaje cuando en realidad estás acomodando todo como en un gran rompecabezas y te exasperas con las piezas que faltan, hasta que tienes que levantarte y caminar por la casa hasta que la casa no alcance y entonces sales y caminas con el perro por la cuadra hasta que la cuadra no alcanza y entonces sales y te tomas un micro y te vas al café del centro y te sientas por otro par de horas con un café en la mesa y usando la ventana como excusa para que se piense que estas viendo a la gente pasar, mientras vuelves a sacar todas la piezas del rompecabezas para ver si encuentras la que te faltaba y te ríes con la ventana cuando eso sucede y puedes ver el cuadro completo ¡Si tan solo se pudiera gritar de alegría en un lugar público sin que te tomaran por loco!
Si, se necesitan un par de días libres para poder ocuparlos con todos los rompecabezas pendientes... he hecho la compra en el mercado para tener todo lo que necesite a la hora de cocinar, tengo suficiente café y un par de cervezas a mano, el texto que Harry quiere corregir está listo, el texto que Jen quiere montar también lo está, la compu está disponible y hay internet, el celular está apagado... la diversión de vacaciones promete estar asegurada.

sábado, marzo 07, 2015

Historias de terror

Eran los ochentas, al atardecer un ruido fuerte y sordo se escuchaba a lo lejos y luego del bombazo, la energía eléctrica se iba, mis primas y yo esperábamos a que la luz del sol bajara un poco más y luego íbamos a buscar las candelas, dos o tres candelas sobre botes de azúcar o sal, las sombras que se alargaban  tenebrosamente sobre las paredes y un locutor dando noticia sobre las últimas victorias del ejército, nada sobre postes derribados ni zonas a oscuras. Las primeras horas de la noche habrían resultado muy aburridas si no fuera porque mi abuelo comenzaba a contar historias de miedo: él encontrándose con el Cadejo, él escapándose del diablo y por supuesto, las historias sobre la niña que todos vieron cuando mi mamá y mis tíos eran niños y vivían en aquel viejo caserón. Mis primas y yo nos íbamos juntando cada vez más a medida que las historias iban avanzando y sentíamos ese cosquilleo mezcla de miedo y expectación, que era como estar en el cine ante una peli de espantos. El tiempo hasta la hora de dormir pasaba volando y cuando había que ir a la cama, nos llevábamos en la nuca ese miedillo, como el soplo de algún fantasma desperdigado que se había fugado de una de las historias. Muchas veces he extrañado esos cuentos de miedo.
Esta semana me contaron tres historias. Tres historias de terror, sin cadejos ni espíritus. Tres historias de personas que trabajaban duro en diversas circunstancias, que vivían en diferentes zonas obreras de este paisito inventado, que vivían lo mejor que puede vivirse en estos lugares, es decir, sin meterse con nadie. Un consultor independiente que ayudaba a su familia con el sostenimiento cotidiano, un trabajador que ahorraba para regresar a la universidad, un cobrador de autobús. ¿Qué tenían en común además de vivir en zonas obreras? Todos tenían entre treinta y treinta y cinco años, todos eran gente productiva que no buscaba problemas y todos fueron asesinados, víctimas de ladrones y pandilleros, sin que la policía ni el sistema judicial hayan podido evitarlo ni ofrecer a sus familiares una mínima esperanza de justicia y dejando a sus seres queridos en el desamparo, la incertidumbre y el miedo.
Para quienes viven a salvo en el otro país dentro de este país, para quienes los muertos de cada día no pasan de ser una cifra en el periódico o una estadística en los reportes mensuales,  para quienes no están interesados en saber, desde el comfort de sus oficinas, vehículos y viviendas con guardaespaldas, déjenme contarles cómo es el miedo cotidiano en esta parte del país, donde estamos los que seguimos poniendo los muertos desde hace décadas, mientras los victimarios se disfrazan de víctimas para ser resguardados.
Déjenme contarles el vacío que se siente en la boca del estómago cuando uno va en el bus y ve subirse a dos o tres tipos que se conocen como sospechosos, cómo uno mira hacia la puerta de salida, calculando si podrá o no bajarse antes de que "empiecen a poner", cómo se aflojan las piernas cuando otros tres tipos se suben al bus, entre la Tutu y Puertobus, a decir que quieren un dólar o "ya saben", cómo una corriente angustia va subiendo por el cuerpo cuando son más de las siete y media de la noche, porque se nos ha hecho tarde y una camina de prisa mirando a todas partes y al llegar a la desierta parada de bus quisieras salir corriendo hacia un lugar seguro; lo frío, tremendamente frío que se siente un puñal apoyado contra tus costillas mientras te piden el celular, el miedo que da cerrar la puerta de tu casa y salir a la calle al día siguiente de ser asaltado, la rabia y la impotencia que nos llenan cada uno de los poros cuando te acosan en la calle y sabés que responder es arriesgarte a que te maten. La prisa y el infinito cansancio con el que se llega a las hacinadas colonias obreras, antes que se ponga oscuro y sea peligroso, como animales acorralados que buscan la cueva al anochecer, agotados por el día de violencia que se ha vivido, para desenchufarse frente al televisor y tratar de descansar antes de salir al día siguiente a otra jornada de terror y violencia y así al día siguiente y al día siguiente, para producir y pagar con nuestro trabajo los salarios de los encargados de los sagrados destinos de este país que ya no podemos ver como nuestro, porque en cada una de esas colonias hay rótulos pintados en las paredes que nos recuerdan que ese no es más nuestro territorio, sino el de quienes han tomado como rehén nuestra tranquilidad ante la mirada impasible y la inútil presencia de las autoridades.
Este es nuestro cuento de terror diario, nada que ver con los que contaba mi abuelo.