lunes, enero 23, 2023

Una Luna


 Los lugares son también el espacio de la memoria y la memoria en nuestros días con prisas cercadas por pantallas y los caracteres contados, se disipa como la niebla matutina en medio del tráfico de las cinco y treinta de la mañana, pero los lugares guardan los pasos y las miradas, a veces también guardan las palabras y los fantasmas.

A veces, cuando una se sienta, mira despacio el paisaje frente a los ojos y suspira para llenar de aire cada rincón olvidado de nuestro ser, entonces la memoria regresa como un río o a cuentagotas, según... y los lugares vuelven con sus rostros y sabores, con sonidos y olores. La memoria es también el almacén de los sentidos y como todo actor entrenado sabe, los sentidos son la llave de la emoción, así que poco a poco la emoción se abre paso y te sonreís con vos misma, como la loca que sos, o la que eras en la década de los noventas del siglo pasado. Nunca somos los mismos locos, aunque parezca lo contrario, por eso de tanto en vez podemos encontrarnos con nosotros mismos y sorprendernos pensando: ¿Pero quién carajos es esta loca?

Como soy mala para las fechas no recuerdo cuándo, pero en algún momento de 2012, a la mejor en las inmediaciones de la presentación de la antología Lunáticos, poetas noventeros de la post guerra, donde dejé algunos versos, la Lunática Mayor, la Bea Alcaine, me pidió un texto para el Final Feliz de La Luna Casa y Arte, como en ese entonces yo estaba exprimiéndome la memoria, el cotidiano, la vida y la tristeza escribiendo un micro cuento por día, el micro cuento de uno de esos días fue a parar en una publicación que el año pasado vio la luz de la mano de Índole Editores y de la imaginación acuariana de la Bea.

Al libro lo conocí hace un par de semanas, fui a traerlo a otro de esos lugares que guardan mis pasos: el ahora Restaurante Hidalgo, ex Los Tacos de Paco, durante muchos años el albergue de los miércoles de poesía y donde estuvimos en los días de su cierre con Tommy, hablando de la vida y los tiempos. Llegar de nuevo fue una visita alegre: re conocer un espacio re inventado gracias a la tenacidad de Paco. Fue un momento feliz saber que Restaurante Hidalgo toma el relevo en esto de seguir guardando pasos y memorias.

Lunascopio, el libro que fui a conocer, es una interesante propuesta y ejercicio de la memoria cultural y colectiva del San Salvador de la post guerra. Las estrellas confluyeron en las coordenadas precisas para dar la Luna necesaria a ese momento de nuestra historia cultural, causalidad mágica. Ahora, a diez años de distancia, esas dos décadas pueden verse como se miran las viejas fotos, re conocer algunos rostros y esforzarse en vano por recordar otros. Así, Lunascopio es esa caja de viejas fotografías para los que vivimos la post guerra y también un intento de permanencia de la memoria para que pueda ser alcanzada por los que vendrán luego a caminar los caminos, tal como nosotros en su momento fuimos repasando pasos.

Cuando lo fui leyendo, me encontré de nuevo con los pasos y las voces, con los olores y los rostros, con las palabras y los sabores, incluso me encontré conmigo en una vida anterior, cuando tenía otro nombre. A algunos no he dejado de verlos, a otros los perdí y volví a encontrarlos, otros se han ido irremediablemente y a unos cuantos no quisiera volver a encontrarlos; la vida se teje con cambio y olvido. Sin embargo, escribir resulta un ejercicio de búsqueda de permanencia de eso tan efímero como es lo que vivimos, en ese sentido Lunascopio se suma a la respuesta que Roque se da a sí mismo cuando pregunta ¿Porqué escribimos? Pues eso: custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.

p.d. Para quienes estén interesados, Lunascopio está a la venta en Restaurante Hidalgo, lugar que en verdad merece una visita.

domingo, enero 01, 2023

La última y nos vamos

31 de diciembre. No soy de ir a los centros comerciales. Mucha gente junta me provoca una especie de alergia mental y si quiero un café prefiero llevar mi termo desde casa y sentarme bajo un árbol con buena sombra y mi cuaderno de apuntes, o ir a alguno de mis cafés habituales.
Así las cosas hoy estoy en uno de los centros comerciales más antiguos de San Salvador, cumpliendo uno de mis rituales personales: buscar el postre de fin de año.
Buscar el postre de fin de año viene siendo una excusa para venir temprano a alguno de estos lugares y poner a prueba mi alergia a los humanos, cuando los comercios comienzan a abrir y el flujo de personas no resulta intimidante.
Cumplida la excusa me queda una hora y poco más antes de regresar al ritual doméstico, así que busco siempre un lugar con buena ubicación para ver a la gente que pasa, me pido un café que me sirven en un caso de cartón y dejo que la vida pase como telón de fondo para pensar sobre ese extraño invento humano que es el tiempo. Este día en particular no me produce la agitación que veo a mi alrededor y resulta agradable sentarse tranquilamente a ver cómo el mundo gira en espiral.
No hago una lista de propósitos para año nuevo, los deseos que descubro en mi alma van germinando poco a poco y he
aprendido que a veces, a despecho mío, no son programables y atienden su propio ritmo.
Dejo que todo se deslice fuera de mi burbuja: los regulares de este quiosco de café que desean un feliz año a la cajera, los que vienen de prisa por lo que van a comprar, los que compran porque se supone que es menester comprar algo en estos días, los que se frustran por no encontrar exactamente lo que habían pensado y las parejitas de rigor que esperan a que dé la hora para escaparse al cine, ese público espacio íntimo donde cada vez aguardan menos sorpresas.
Unos minutos antes había entrado en el café que está a mitad del pasillo, donde estuvimos hace tres años con Carlos y Rolo, de camino al velatorio de Erick, regularmente hago una estación con café acá, pero esta vez no me quedé porque no había pay de limón, el aire acondicionado estaba demasiado frío y este año ha fallecido Carlos. Quizás eso me dio por pensar que  cada año de los últimos seis, he estado despidiendo amigos, bellos amigos como diría R., que me han acompañado a escribir y hacer teatro.
Así que voy y me siento en esta breve terraza con el café negro de siempre y el club de los amigos muertos, Gata Negra incluida. Aunque palabras como muerte, mal y tristeza, dichas sin filtros ni hastags, resulten malas palabras en nuestro mundo de 4.5 por 4.7 pulgadas, son palabras que aún conservan cierta belleza imperecedera y antigua, como los riscos y los marmóreos ángeles de los cementerios.
Con mi mano en la tibieza del vaso de cartón pienso en este diverso grupo de hombres que me enseñó de muchas maneras cómo hacer títeres, escribir literatura, danzar, actuar y asumir mi oficio de directora de teatro, así pues R., Casti, Erick, Aníbal, Alejandro y Carlos son también parte de mi teatro y de mis libros, tanto como la Gata Negra lo es de los cuentos de gatos y su impronta surgirá de vez en cuando en alguna frase, en un movimiento, textura o imagen. Cuando se hace y se habla teatro y literatura, se hace y se  hablan también vidas, amores,  muertes y locuras, es por eso que a través de nuestro tiempo compartido mi vida se hizo más rica y más plena, eso también es algo para agradecer en un lugar que muchas veces resulta tan árido. Nuestra naturaleza como nuestro arte es lo efímero, pero el principio de conservación de la materia-energía nos recordará que nada se pierde.
Por muy buena que se haya puesto la bohemia siempre llega el momento de la última y nos vamos, eso es parte del encanto perecedero de la noche y decir adiós es un dolor tan dulce, aunque no lo digas desde un balcón, que vale la pena decirlo de vez en cuando. Lo cierto es el adiós, así que levanto mi café y me despido. La tristeza, que se ha quedado sentada a la mesa viendo como me levanto, se queda ahí mientras me alejo y me dice adiós con la mano.