jueves, agosto 17, 2023

A las cinco de la tarde

A las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde... o quizás unos quince minutos antes, estaba llegando a recoger los banners para anunciar nuestras próximas funciones de Santa María de la Espera. En una realidad donde parece que recordar es de mala educación, volver a presentar este montaje quizás no sería la elección más popular, sin embargo este texto y este montaje me son muy queridos, me gusta como quedaron y compartir escenario con Rubidia es algo que siempre me hace feliz, además sigo creyendo que aunque tres décadas han pasado, es justo seguir contando esta historia de la guerra y sus desaparecidos, por todas aquellas personas que aún esperan una respuesta, al menos una respuesta.
Una hora y quince minutos desde Mordor, alias Soyapánico, hasta la parada de Canal 2, que se sigue llamando así aunque lo que haya ahora sea un predio. El tráfico pudo haber estado peor, eso es cierto y me ha dado tiempo para llegar antes de que cerraran el lugar de las impresiones.
El tema es que salí a las cinco de la tarde, ahora si, a las cinco en punto de la tarde y cuando llegué a la salida del centro comercial pensé que ahora si en serio se había desatado el apocalipsis zombie, pero no, era nada más lo que parece ser habitual en esta zona a esta hora: el tráfico imposible donde todos los vehículos permanecen parados como en aquel cuento de Cortázar, el transporte público lleno hasta el rebalse, con racimos de gentes y mochilas colgando de todas las puertas y cuerpos apilados más allá de toda posibilidad de la física newtoniana, además de las hordas humanas caminando en franca desesperación porque resulta imposible o indeseable subirse a un bus o micro a esa hora.
Como mi impulso natural sería caminar, caminé en el pandemonium de la avenida Manuel Enrique Araujo, presidente de la república cafetalera salvadoreña de principios de siglo y asesinado misteriosamente en un banco del Parque Bolívar, con la banda sonora de un concierto de la Banda de los Supremos Poderes. Hice nada más un par de cuadras, hasta que por mi bien o por mi mal me topé con un pequeño café del que Cecy me había hablado, en una de las primeras plazas comerciales de esa zona, que ahora resulta casi imperceptible en medio de los edificios corporativos de las trasnacionales que crecen incontrolables. Así que arteramente y sin esperar a juntarme con mis amigas para conocer los nuevos cotos de caza, entré.
La verdad a esas alturas de la tarde me merecía un café. Había regresado a Mordor a las tres de la tarde, luego de la hermosa ceremonia de Waxakib Batz en el centro ceremonial de Tecpan, que subsiste en el fértil valle de Zapotitán, departamento de La libertad, en el centro del país. Allí nos juntamos Aj Quij del Círculo de Estudios Mayas y del Consejo de Principales Aj Quij'Ab Mayas de El Salvador, para celebrar el día en que según cuentan los abuelos, el abuelo Ixpiyacoc y la abuela Ixmucané, después de consultar el tzité crearon al hombre de maíz. El día que inicia nuevamente la cuenta de doscientos sesenta días del Chol Quij. 
Y claro, como mis múltiples vidas lo demandan, salía media hora después de haber llegado a casa, rumbo a la misión de los banners y a encontrarme con el caos capitalino de las cinco de la tarde. ¿Qué mejor oportunidad para tomar un pequeño descanso y ver la vida pasar?  Las gentes y sus prisas guardan historias, la impaciencia de sus pasos guardan historias, las ganas de estar en otro lugar mientras esperan, perdidos en sus pantallas, escondiéndose de sí mismos porque verse a uno mismo es un oficio peligroso.
Sin embargo, el tiempo pasa y llegar a Mordor me tomará un par de horas, sobre todo si voy a caminar hasta un par de cuadras antes de la Plaza Morazán, en el oscuro corazón de las tinieblas, digo, del centro de San Salvador. Más vale que me ponga a ello cuanto antes y busque una calle tranquila para caminar.
Caminar... pienso que es genial caminar a buen paso y tener tiempo para dejar que lleguen las ideas para lo que falta de los ensayos y la producción de Santa María. Eso me pone de buen humor. Una vez que el rojo del semáforo me deja llegar a salvo a la otra acera, me pongo los audífonos y bajo la Avenida Olímpica, sin tomarme muy en serio su pomposo nombre y cantando la que más me gusta del bueno de Paez, ya llegarán las ideas.