domingo, noviembre 30, 2014

Black Saturday

Sábado 29. 11:30 a. m. Después de más de 24 horas, la fiebre había cedido, el estómago había abandonado su revolución con cara de guerra nuclear y me dolía menos la garganta, pude comer algo y había que hacerle huevo para no dejar colgada una presentación de cuentacuentos en un cantón de Cabañas. En el camino al salir de casa, los últimos pepenadores abandonaban los basureros, esa es una imagen a la que nunca voy a acostumbrarme, a la gente hurgando en medio de la basura.
Nos tomó más de media hora poder atravesar el tramo que separa uno de los enormes  centros comerciales de San Salvador de nuestro local. Abrí los ojos cuando sentí que no avanzábamos y me encontré con un caos vehicular digno de una escena de evacuación en una película de zombies, nada más que en este caso, los zombies iban dentro de los vehículos con cara de tráfico de más de una hora. Multitudes bajando de los autobuses de la zona norte y sur de San Salvador y dirgiéndose al centro comercial.
- ¿Qué pasa?  pregunté alarmada, porque en serio pensé que algo pasaba, yo que siempre me entero de todo con retraso.
- El black friday - me respondió el motorista - así está desde ayer y así va a estar todo el fin de semana.
Lo había olvidado. Otra importación más, además con nombre de día aciago, ese nombre siempre me recuerda el Jueves Negro que en 1929 marcaba el inicio de la Gran Depresión. Muchas historias había escuchado de este black friday, desde la risible que propone que los grandes negocios pasan en números rojos todo el año, pobrecillos ellos sacrificándose por el consumidor, y es hasta ese viernes que vuelven a negro, hasta la del terrible viernes para la policía de Filadelfia con los visitantes que llegan a ver  el Army-Navy Game el siguiente sábado del día de Acción de Gracias o la más macabra, sobre la venta de esclavos para los trabajos invernales en las plantaciones. Recordé además que para el viernes se habían convocado manifestaciones anti racistas en los grandes almacenes estadounidenses, sobre todo en Ferguson ¿habrían podido hacerlo? Viernes negro, viernes de luto, pensé.
Como fuere, los centros comerciales, absolutamente todos, lucían abarrotados. Un verdadero infierno sartreano, con colas y empujones. Seguramente muchos que hace un par de semanas se habían quejado por los deficientes servicios de ciertas compañías telefónicas, estarían en ese mismo momento abarrotando las agencias en busca de un nuevo teléfono inteligente, de esos que casi casi te preparan el desyuno, o usando la nueva extensión de crédito que recién han concedido los bancos en sus tarjetas, para comprar artículos que luego del alza de precios de octubre, vuelven a estar en los mismos precios de septiembre; allá irá el salario de diciembre, el aguinaldo se usará en las fiestas y en enero, para la época escolar, se volverá al ciclo de endeudamiento con los usureros institucionales o particulares y la rueda del consumismo  seguirá girando graciosa y ágilmente, bien engrasada por el endeudamiento para conservar el estilo de vida estadounidense... excepto que nosotros ni siquiera somos una colonia formal, con papeles... hasta para eso somos wanabees, pensé para mí misma y me dí cuenta que me había puesto de mal humor, seguramente debilidad por la enfermedad, reflexioné.
Afortunadamente el microbús logró salir de la capital, como sale un naúfrago dando brazadas de casi ahogado y con retraso, logramos llegar al cantón, donde en un predio de polvo y terrones rojizos se formaba un pequeño espacio rodeado por sillas plásticas en el que medio centenar de chiquillos con yinas desgastadas, pies polvosos, pelo tostado y seguramente menos tamaño del que correspondía a su edad, esperaban. Qué triste, tristísimo pobrecito país mío, pensé mientras me bajaba del micro, haciendo mi mejor esfuerzo por recobrar mi buena cara y mi disposición para poder ir a encontrar la belleza en el escenario.

sábado, noviembre 15, 2014

Telarañas

Entré a la Gaticueva y me espanté al ver que la última entrada fue el último sábado de septiembre, creo. Generalmente escribía los sábados por la tarde, el único remanso de cuatro horas en mi atolondrado y apretado cotidiano, donde me desconectaba de todo y simplemente me soltaba frente a la pantalla. Pero luego entré en la vorágine del último trimestre del año, ese momento caótico donde se acumulan los trabajos (por gracia y fortuna) y de repente te encuentras escribiendo por encargo una docena de cuentos y un par de piezas... escribir por encargo, montar por encargo son cosas que antes me cabreaban mucho, pero que hoy hago con gusto y mucho estrés, primero porque significa que alguien cree que eres lo suficientemente bueno como para encargarte algo y atreverse a pagar por ello y luego porque te ayuda a seguir puliendo el oficio así sea bajo presión.
Y no es que deje de escribir, todos los días a las cinco de la mañana me levanto a escribir una página en mi diario, meditar, hacer yoga, salir a caminar con el Niche y preparar el desayuno, esas cosas que uno increíblemente hace aunque el cerebro comience a funcionar después de las diez de la mañana y el segundo café del día, solo para no terminar perdiendo la razón por el oficio de burócrata y tener mucho contacto con la realidad. Todas las noches escribo o corrijo religiosamente por una hora, corregir, esa especie de deporte nacional en mi planeta, que a veces se convierte en TOC. Lo dicho, no es que haya dejado de escribir, pero con La Gaticueva creo que estaba esperando el momento adecuado, ese ritual de sábado en que me daba cita con la pantalla, me sentaba decentemente a la mesa, con luz de día y taza de café al lado, en fin, ese momento de sentirse como escritor más o menos formalito y en personaje, ya saben, como los de los libros, qué les digo, una también tiene sus momentos de ilusión... y en buscar el momento adecuado se pasó un mes, hasta que en una actividad literaria en que estuve en esta semana, alguien se me acercó a saludar: ¡Harry! ¿qué tal? Siempre leo 365 los sábados... y sin saber porqué me acordé de Papá Buck.
En algún lugar leí algo de Papá Buck, en el tiempo de la Cofradía de Bukowsky, cuando nos compartíamos las santas escrituras con Héctor, en algún lugar leí algo sobre esperar el tiempo perfecto para escribir, decía algo como que el tiempo perfecto para escribir no existía, si tenías que escribir escribías, aunque te hubieran cortado la luz, aunque no hubieras comido nada en todo el día, aunque no estuvieras seguro de si lo que ibas a escribir era bueno o simplemente te estabas engañando pensando que lo de escribir era tu oficio, simplemente te sentabas delante de la máquina de escribir y escribías, porque no podías no hacerlo. Si, de esas asociaciones mentales en mi planeta, que no sabes por qué autopista vino, pero que me hizo abrir de nuevo La Gaticueva, por el malsano gusto de compartir banalidades con los cibernautas desprevenidos.
Y al levantarme hoy a las cinco de la mañana, en lugar de escribir mi diario, meditar, hacer yoga y salir a caminar con el Niche, agarré un trapo y me puse a sacarle las telarañas a la Gaticueva, a ver si queda medio decente y quien sabe, tal vez este sea el inicio de un nuevo ritual de sábado, que de momento dejo hasta acá porque el Niche me ve con cara de: ¿Y al fin vamos a salir o qué? Y es que este perro, como yo, es un animal de rituales, por eso me simpatiza.