jueves, abril 27, 2023

La Casa

 En abril, estuvimos realizando cuentacuentos, conversatorios y firma de libros de La Casa, así que para cerrar el mes, comparto con ustedes, uno de los cuentos de esa colección. Para quienes estén interesados en el libro, puede comprarlo en estación Gize Bakery en San Salvador y Casa Flamenco en Suchitoto, o escribirme a asociacion.escenario@gmail.com para actividades escolares con el libro o envíos fuera del país a partir de mayo de 2023. La ilustración es de la genail artista salvadoreña Edith Hernández y los textos de Jen Valiente

Los duendes de la lluvia

En las lejanas tierras de Cuscatlán existieron dos duendes que eran servidores del Señor de las Aguas, eran hermanos y eran gemelos, nadie podía diferenciarlos y todo el mundo les llamaba Los Chaques; además de parecerse en todo cuanto se podía ver por fuera, se parecían en su forma de ser: eran muy alegres y con sus risas atraían a todos los pájaros de los alrededores. Siempre estaban haciendo travesuras y esto les había traído ya problemas en la corte del Señor de las Aguas, porque los gemelos eran un imán de líos.

Una mañana, estaba el Señor de las Aguas en las montañas del norte, escuchando a sus súbditos para enterarse de todo cuanto sucedía y poner orden en sus asuntos, cuando de repente llegó llorando el micoleón, porque al dormirse en un árbol, había dejado colgar su cola y al despertar se dio cuenta que los duendes se la habían enrollado alrededor de un palito, cuando se lo quitó le quedó enrollada la punta y así permanece hasta el día de hoy. Luego gritó la lora que llevaba en las patas su nido, sus hijitos loritos estaban todos pelones, porque cuando  la lora fue a buscar jocotes para el desayuno, los duendes les quitaron todas las plumas y por eso las loras chiquitas son pelonas hasta el día de hoy. Después por señas habló el torogoz, al que los duendes le escondieron la voz en un paredón, por bromear, pero después se les olvidó dónde la habían puesto y hasta  ahora no la han encontrado, por eso el torogoz no canta y se la pasa haciendo hoyos en los muros.

El Señor de las Aguas estaba desesperado con tanta queja: que si le habían pintado el lomo al ocelote, se habían chupado todo el olor de los izotes y quién sabe cuánta travesura más; todos los animales de la montaña estaban bien molestos y querían que se castigara  a los pícaros. En eso llegó volando muy agitado el Rey Zope; el Señor de las Aguas se afligió pensando en qué barbaridad habrían hecho los duendes con Su Alteza, cuando el Rey Zope, casi sin aliento dijo:

-    ¡Señor, Señor, Gran Señor! ¡Los campos de oriente se mueren! Hace un mes cayó la última lluvia y brotó el maíz, pero todas las nubes se fueron y no hay una gota de agua, las plantitas no van a resistir mucho más tiempo. Si tú no llevas agua a oriente, se perderá toda la cosecha y los hombres y  animales morirán de hambre y sed.

Un gran rumor de preocupación se levantó de todas partes. El Señor de las Aguas pensó  que la ocasión  podría servirle para encargar a los duendes una tarea que los mantuviera alejados de los problemas, era tiempo que  comenzaran a tener responsabilidades; además él tenía que quedarse  para arreglar las cosas y enderezar el peñón de Cayaguanca que tampoco se había salvado de las pilladas. Mandó a llamar a los hermanos, que llegaron alegremente seguidos por una parvada de guacalchías, chiltotas, pericos, zanates y cuantos pájaros había en los alrededores. El Señor de las Aguas se les quedó viendo muy serio, en medio del silencio general y los duendes también se pusieron serios, pues no querían disgustar  a su Señor.

-      Mis queridos Chaques – dijo el Señor de las Aguas – Oriente se muere por la sequía y si no reciben agua pronto, la cosecha se perderá y la gente y los animales perecerán… yo no podré ir  porque tengo que quedarme a desenredar las cosas que ustedes han enredado.

Los hermanos se miraron y se pusieron más serios y cabizbajos.

-      Así pues, continuó el Señor de las Aguas, ustedes van a ir a oriente.

Los hermanos se alegraron mucho, en realidad no eran malos y si se metían en problemas era solo porque no medían el alcance de sus travesuras.

El Señor de las Aguas les dio un huevo de guacalchía, de todos es sabido que los huevos de guacalchía son siempre eficaces en encantamientos de todo tipo, y les dijo:

- Vayan rápido al río Lempa y llenen este huevo de agua y después, con mucho cuidado váyanse para oriente y cuando lleguen a los campos de maíz, riegan el agua para que se termine la sequía.

Los duendes salieron corriendo para el río, allá se estuvieron un día y una noche llenando el huevo, porque era bastante agua la que necesitaban los campos y tempranito al día siguiente, se desayunaron dos tortillas con queso y se fueron para oriente, llevaban el huevo bien envuelto en hojas de huerta en una cebadera, donde habían metido también unos tamales pisques y un su poquito de chicha para más tarde. Iban con los pájaros a su alrededor, saltando de cerro en cerro y mojándose los pies en las  quebradas,  cuando se cansaron de tanto andar, se sentaron un rato en el volcán de San Salvador y 8abrieron un par de tamales; después de comer se les antojó algo dulce y allá por Ilopango vieron unos palos de guayaba, con guayabas bien maduritas y olorosas, se acercaron hasta  Soyapango y desde allí, se pusieron a tirarles con hondilla pero se les acabaron las piedras; cada vez más impacientes porque no podían bajar las guayabas, se pusieron a buscar cosas para tirarles, pero no había nada y los palos de guayaba se pusieron a reírse quedito y les decían: “lero, lero… no nos pegan”. De tan enojados que estaban por su mala puntería, les tiraron las hojas de los tamales, el tecomate de la chicha, la cebadera y terminaron por tirarles el huevo. Ni se dieron cuenta, cuando ya el huevo iba volando en el aire, cuando lo quisieron agarrar… ¡Pas! Se estrelló en una hondonada, rompiéndose en dos, se salió toda el agua y es lo que se conoce ahora como el lago de Ilopango.

Los Chaques se quedaron boquiabiertos y sin saber qué hacer, buscaron los cascarones y aunque los encontraron en la orilla del lago, no pudieron volver a meter toda el agua porque su magia no era tan poderosa como la del Señor de las Aguas. A la orilla del lago habían unos árboles a los que les dicen llama del bosque, a sus flores les llaman miones, porque en ellas se guarda el agua de lluvia y cuando uno los aprieta, salen los chorritos de agua. Los duendes cortaron todos los miones que pudieron, los llenaron con agua y los echaron en la cebadera y con eso siguieron su camino a oriente, apurando el paso para no meterse en más problemas.

En el camino se les pasó la aflicción y casi al atardecer llegaron a oriente, jugando con los pájaros que los seguían a todas partes. Cuando llegaron, se quedaron parados viendo el campo: las pobres matitas de maíz se doblaban agotadas por la falta de agua, todo el paisaje estaba seco y café, no había sombra en los árboles, ni zacate en las lomas, los pájaros se callaron ante lo desolado del paisaje. Los duendes sacaron sus miones y comenzaron a regar el agua en el campo, pero la tierra reseca por tanto tiempo, se bebió el agua en un minuto y apenas lograron regar dos surcos con toda la que llevaban.

Los duendes se sintieron muy arrepentidos de su ligereza ¡toda el agua se había perdido por su irresponsabilidad! El Señor de las Aguas los había enviado pensando en que sabrían cumplir con el encargo; las plantas, la gente y los animales dependían del agua que ellos llevaban en el huevo y que tontamente habían botado y ahora, todo el campo se secaría, todo el maíz se secaría. Los duendes pensaron en lo irresponsables que habían sido, todos los problemas que habían causado con sus travesuras  y su falta de seriedad. Mientras volaban sobre el campo marchito, lágrimas asomaron a sus ojos y comenzaron a caer en un gran torrente hacia el campo seco, los  sollozos y suspiros de los duendes formaban nubes que rodaban, chocando una contra otra, sacado chispas y haciendo un gran ruido.

La lluvia cayó generosa sobre el campo, mientras los truenos y relámpagos anunciaban el fin de la sequía. Los duendes se miraban entre sí sorprendidos: ¡habían creado una hermosa tormenta! La tierra se volvió de nuevo húmeda y negra y la cosecha de maíz se salvó, los hombres y los animales bailaron debajo de la lluvia, agradeciendo. Cuando escampó, una capa de siete colores se extendió por el cielo, era señal de que el Señor de las Aguas viajaba por el azul. Cuando llegó a los campos y vio el maíz, sonrió complacido y dijo a los hermanos:

- Mis queridos Chaques, han enmendado su conducta y por eso han alcanzado la magia de la tormenta, de ahora en adelante los rayos y los truenos serán los atabales que anuncien  su llegada.

Los duendes sonrieron, siempre felices pero nunca más irresponsables y cuando regresaban al centro de Cuscatlán, vieron en medio de los campos de oriente una laguna, que se había formado con su primera tormenta. Cientos de pájaros llegaban a sus orillas, atraídos por una magia misteriosa, es la laguna de El Ocotal, donde aún ahora pueden verse  pájaros de los más diversos colores, que siguen sus aguas, como en tiempos antiguos siguieron a los duendes de la lluvia.

Jen Valiente