lunes, abril 25, 2016

Espacio y silencio

Dos cosas que aprecio en mi rutina cotidiana: espacio y silencio.
Cuando perdimos nuestro local, tuvimos que alquilar un departamento cerca de casa, porque con la cantidad de tiliches que juntamos en diez años, no nos bastaría alquilar un cuarto. Así ha quedado instalada nuestra bodega y taller en uno de los apartamentos de segundo piso de esta colonia obrera, donde los vecinos nos miran con curiosidad cada vez que entramos y salimos llevando cosas y vestidos.
Luego de la jornada de trabajo diaria y de las dos horas que ahora me tardo en llegar a la casa, con el reordenamiento del tráfico en el centro, luego de saludar a mi madre y ponerme, por intermedio suyo, al corriente de la vida ajena de vecinos que no logro identificar, luego de cambiarme la camisa y comer rápidamente algo, subo a nuestra bodega.
El molde en plastilina de la máscara para nuestra nueva producción está listo para el paso siguiente. Abro las ventanas, acomodo el molde, el papel, el pegamento, los pinceles y palillos y me pongo a trabajar, hace un calor  de infierno, así que abro la puerta también, justo quedo enfrente de ella. Los vecinos que pasan, lo hacen con paso lento y alargando el cuello para ver qué cosa rara estaremos haciendo ahora, este grupo de hippies peludos que tienen un huerto en su mini patio, donde se escucha una guitarra eléctrica un día si y otro también, donde la chica loca canta mantras a las cinco de la mañana y donde llega gente rara los fines de semana.
Empapelar, pintar, cortar, ensamblar títeres, hacer este nuestro teatro hecho a mano, que se hace con paciencia y cariño, me produce placer. Nada se compara a esta sensación de estar llenita y contenta con el trabajo de nuestras manos, de nuestro espíritu y nuestra imaginación.
Así pues, me pongo a cantar, una de Fito para estar bien acompañada.
Trozo tras trozo de papel en la primera capa que tiene que quedar compacta, sin bordes ni burbujas. Parece que me he descuidado, de pronto oigo la voz de mi maestro de títeres: quite eso, está mal hecho, si lo deja así desde el principio queda chambón y después de todos modos lo va a tener que repetir, o como decía mi abuela: el haragán y el mezquino, recorren dos veces el camino. Levanto los trozos de papel mal colocados y  vuelvo con concentración al mismo espacio, esta vez está impecable, sonrío y sigo cantando.
De pronto me siento observada y saco la cabeza del trabajo, literal y metafóricamente. Hay tres chiquillos, las dos chicas están sentadas en la puerta y el chico, un poco más grande que ellas, está de pie, apoyado en el marco.
- ¿Y questa haciendo?
- Una máscara
- ¿Y eso ques?
- Papel
- ¿Y eso?
- Pega
- ¿Y de papel lace?
- Si vos - dice una de las chiquillas - ¿que no ves?
- ¿Y se deshace? - dice la otra, sin darle mucho crédito a una máscara de papel.
- No, porque se le pone bastante y después se le pone masilla y se pinta y queda bien bonita
- ¿Y cuándo la va a terminar? ¿mañana?
- El jueves quizás
- ¿Y la va a enseñar?
- Si vienen se las enseño

Meto de nuevo la cabeza en el trabajo y canto más bajito, en atención al público.
- ¿Y porqué canta?
- Porque estoy feliz
- ahhh...
- ¿Vos no cantás cuando estás feliz?
- Yo canto en el kínder - dice una de las chiquillas
- ¿Y qué cantás?

Ella toma aire y canta a los gritos:
- El lunes, el martes y el miércoles Señor, la gente trabaja para vivir mejor, el jueves y el viernes también a trabajar y el sábado y domingo son para descansar. 
- Y el domingo vamo ja liglesia - dice la otra chiquilla.

A lo lejos, se escucha la sirena de mamá
- Miiicheeeeeellll...
- Tiablan vos

La mamá habla en esterefónico:
- Yes noche Michel, entráte
- A pues salú, ya me voy
- Ya los vamos
- Vámolos

Y salen corriendo. Yo regreso a mi mundo de papel maché. El vecino, que recién llega del trabajo, habla de una oferta de celular, mientras pone regetón a todo volumen. Me aseguro de dejar terminada la segunda capa y huyo. El tiempo y espacio se terminaron por hoy. 

martes, abril 19, 2016

Atrapasueños

Sábado. A la caída de la tarde, los almendros de río pasan a toda velocidad a lo largo de la carretera, ellos corren, como nosotros, silenciosos luego de la presentación. Apoyo la cabeza en el vidrio y me dejo invadir por la modorra del viaje. Cierro los ojos.
En medio de la claridad de la mañana, Jorge canta esos cantos hermosos y antiguos de las tribus del norte de América, el aromático humo de estas hojas que no había visto antes de hoy, llena el espacio entre nosotros y él me rocía agua, la abuelita agua, dice, yo sostengo el manojo de plumas multicolores, alegres y livianas como los espíritus de todas las cosas, pedimos por que las cosas buenas lleguen, porque los sueños se cumplan. Yo pido en silencio por su sueño, por el de Jorge, porque es un buen sueño crear un lugar donde los niños puedan aprender a amar a la tierra y a la poesía.
Abro los ojos y la carretera sigue allí, incansable. A lo lejos una enorme ceiba presume sus hojas nuevas y extiende los brazos como si pudiera abarcarlo todo en ellos, todo el azul que se va tiñendo de naranjas y lilas al fondo, como chispas. El abuelo fuego, pienso, y sonrío mientras cierro los ojos.
Los actores del Tiet, en el escenario, dan cuenta del retiro forzoso de El Quijote. Uno de ellos dice: "y como todos están inmunizados, ya nadie cree en esto de correr aventuras"... en la fila atrás de mí, un chiquillo de cinco años se levanta de su butaca y dice fuerte y claro: "¡yo si! ¡yo si creo, yo creo!". Una sonrisa me invade el rostro porque yo también creo. Y cuando los cuentacuentos deciden ir a rescatar al Quijote del asilo, los chicos en la sala lo celebran y uno más pequeño le pregunta ansioso a su mamá: "¿Y se salva?". "Si, que no ves que ya lo van a salvar, para allá van". Las mamás siempre saben qué contestar. 
Luego, la profesora nos pide una foto con los chiquillos, es la primera vez que ven teatro y nos preguntan lo que siempre nos preguntan: ¿Y van a venir mañana?.
Abro los ojos. A las últimas chispas de luz las barre el viento, a la tierra la invade la oscuridad y a la carretera, rápidos faroles que corren desesperados. Las carreteras son tan largas. El grupo dormita abrigado de cansancio y de sueños que se van cumpliendo por gotitas.
Por la ventana veo la oscuridad y tomo con dos dedos el atrapasueños que llevo al cuello. Lo compró en ese changarrito de antiguedades a la vuelta del Teatro Nacional. "Escogé uno", me dijo y tomé este: verde, amarillo y rojo. Lo llevo siempre, igual que siempre nos las arreglamos para acompañamos a ocho horas de diferencia. El, soñador igual que yo, tenía también presentación hoy, allá al otro lado del charco. Sonrío pensando en que seguramente le habrá ido bien, le escribiré a la mañana. Me  llevo el atrapasueños a los labios y lo beso, como hago siempre que tengo ganas de besarlo a él y pienso que ya pronto será el próximo abrazo, seis meses, un parpadeo.
Cierro los ojos y la sonrisa se queda, igual que los sueños, abrigadita en el alma.

lunes, abril 11, 2016

Contadores de historias

Foto de josealejandronerio.blogspot
Mi amiga Ani, un par de años menor que yo, escuchaba boquiabierta, mientras viajábamos en el bus de regreso de la escuela, acaloradas por nuestro gruesos uniformes celestes de la escuela pública donde íbamos, en una colonia a la que hoy la policía teme entrar. Era una de las tantas historias que yo le inventaba: que si en el predio donde íbamos a jugar había una puerta secreta para un mundo de hadas, de la cual por supuesto, yo tenía la llave; que si la imagen de la tortuga, en esa fábrica de discos que ya no existe a la entrada de Soyapango, me contaba siempre de sus aventuras de pirata, aventuras que como no, yo era la única capaz de traducir... ni siquiera recuerdo de qué iba la historia que estaba contando, pero Ani estaba tan metida en ella, que me dió un poco de culpa, creí que debía ser sincera  y decirle la terrible verdad: que aquello no era cierto.
- Ya sé - me dijo - pero vos lo contás bien chivo, seguí...

Quizás fué entonces que descubrí esta vocación de contar historias, o quizás fue cuando mi abuelo me contaba las historias que inventaba sobre esas fotografías fantásticas de África, en las viejas y bien conservadas revistas de National Geographic que, por supuesto, estaban en inglés, y por su puesto, mi abuelo no hablaba una palabra de inglés, pero eso jamás impidió que yo me enterara de todos los pormenores de los leones cazadores de gacelas, que las devoraban de dos mordiscos, dos, en serio, o de las enormes serpientes pitones que se tragaban vivas a las personas que sin duda tenían una muerte lenta y horrible en el estómago de aquel animal monstruoso que las digería durante nueve meses. O las espeluznantes historias de espantos y las luchas descarnadas de mi abuelo con espíritus, apariciones y hasta el mismísimo diablo que quiso llevárselo y no pudo porque él era así de cachimbón, una especie de superman a caballo y  primos con machete, que podían partir a alguien en dos por cualquier pleito de cercos.

O quizás fueron los cuentos de mi abuela, sobre todas las primas solteronas y primos y tíos que se habían gastado en menos de un año todo el dinero de la familia, todo, hasta quedarse todos viviendo en un cuartito de mesón y ancianas tías abuelas que se habían vuelto locas de alegría o de pena, por alguna visión del más allá o incluso, de ninguna razón aparente en su noche de bodas, incluyendo, por su puesto, las historias de tías ovejas negras de la familia, las cuales solo podíamos escuchar previa advertencia de no comentarlas con nadie, esas me encantaban especialmente: las de escandalosas tías huyendo a plena luz del día con pintores casi conocidos o usando escandalosas micro faldas con calzones a juego y sin faltar alguna que otra tía o prima que casi se hizo monja.

O quizás fueron las historias de mi mamá y mi tía, contadas entre risas, de los tiroteos y de lo cerquita que estuvo, de lo fuerte que se oyen las bombas con su sonido que queda retumbando como una ola sorda en el fondo de los tímpanos y de la risita nerviosa de haberse salvado por un pelo en algún fuego cruzado entre el ejército y la guerrilla, a la salida del trabajo o a la salida de la UES o a la salida de cualquier lugar, porque en este país al parecer siempre ha sido más fácil morirse que otra cosa. O sus interminables historias de asaltos, porque ellas eran en realidad  propensas a ser asaltadas; sobre todo la memorable historia del asalto a la salida del Cine Libertad, después de ver una película de Bruce Lee, mientras comentaban cómo repartirían golpes de karate y donde los ladrones no les dejaron ni lo del pasaje.

En estos meses he tenido que recuperar de a poco y de dónde he podido, los libros escritos, terminados o en proceso de corrección, ya que alguien tomó mi usb y no la devolvió, con lo que todo lo escrito en estos años simplemente desapareció y Saimon y Mauri me dieron su enésimo sermón sobre el porqué debo hacer respaldos de mis cosas, en lo que claro, tienen razón.

Al recuperar mis escritos, enteros o a pedazos, me he metido en un nuevo proceso de re lectura y descubro que esas historias de mi tribu familiar, que se han contado y escuchado tantas veces, que ya mis hijos, mi cuñado y todo el que se acerque demasiado a mi familia, terminará aprendiéndolas, terminaron por ser parte de mi mitología personal y tarde o temprano salieron en un libro de cuentos con historias de fantasmas o en el cuento de la joven que se volvió loca a causa del Duende o en dos mujeres en escena, encerradas en su casa, bebiendo café y esperando, o en una triste mujer que aguarda sin esperanza a recuperar un amor perdido. Que una y otra vez los espíritus tutelares de esas apacibles tardes y de las noches llenas de sombras, regresan a mí con sus voces para acompañarme, para recordarme, para continuarme como un eco que viene de antes y sigue en mi voz, perpetuando el linaje de la palabra.