viernes, febrero 11, 2011

No leer en los buses

Leer en los buses es un vicio atávico que arrastro desde la adolescencia, pelear contra la genética podría ser un buen propósito de año no tan nuevo, pero además hay otros incidentes a lo largo de la última década que deberían convencerme de dejar de leer en los buses.
Un incidente repetitivo involucra a La Insoportable Levedad del ser de Milan Kundera, un libro que leía en el bus al menos una vez al año e invariablemente, al llegar a la parte donde muere el perro, lloro, no lo puedo evitar, simplemente las lágrimas me comienzan a resbalar por las mejillas y no paran hasta que termina el capítulo. Una vez, a la altura de la terminal de oriente llego al dichoso capítulo y se suelta el llanto, la señora que iba a la par mía se me queda viendo asustada, pone cara de no entender en absoluto (no la culpo) y luego de unos segundos embarazosos, decide cambiarse al asiento de atrás. En otra ocasión, con el motorista puteando a un microbusero sobre La Avenida, me echo a llorar aunque a esas alturas ya sabía yo que el perro se iba a morir, pero inútil la información previa, al llegar a esa parte me suelto a llorar de forma discreta para no asustar a nadie, la anciana que estaba sentada junto a mí se me queda viendo fijamente, luego mira el libro fijamente, yo levanto la vista un momento para limpiarme los ojos y entonces ella se me queda viendo con una cara de comprensión infinita y me da un par de palmaditas en el hombro izquierdo.
Diferente fue la vez en que leía un libro de rituales paganos y un hombre cuarentón, que seguramente asistía a la iglesia un día si y otro también, se asomó a las páginas del libro a curiosear un rato, luego me echó una mirada de indignación total y acto seguido se levanto ofendidísimo del asiento y se paso al de enfrente, cuando volví a verlo, negó con la cabeza y creo que en ese instante me condenó a arder en el fuego eterno.
Pero lo peor es que te hagan perder la página. Como la vez en que venía metida en El Cuerpo Poético, un genial libro de Lecoq, el bus se había quedado varado en una trabazón en el centro, para variar; estaba en la parte de un genial ejercicio corporal de imitación de la lluvia, era una imagen genial: llover con el cuerpo, de verdad una imagen poética, cuando el tipo llega a sentarse a la par mía y me da un leve empujón, lo volteo a ver y me pide el celular mientras me apoya la cuchilla en la pierna, en ese momento pensé en dos cosas: en que me había echado a perder la imagen y en que no me fuera a rayar el libro con la cuchilla, luego de todo lo que me había costado darme ese lujo de conseguirlo, le pasé el celular y allí el tipo me vio con lástima y me lo regresó, luego me dice que voltee la mano para ver el anillo que traigo, lo hago rápidamente mientras trato de no cerrar el libro y perder la página porque se me olvidó el separador, mira el anillo con más lástima que el celular y procede a registrarme la bolsa, allí si se me sale la cara de fastidio porque la imagen poética se me ha ido por completo, aunque sigo sin perder la página. Me salva que no ando un peso encima y me dan ganas de explicarle que ser artista en este país es un tanto complicado, pero el tipo se lanza una sonrisa en tono de sorna con sordina, alguien desde atrás le dice: - ¿No hay nada?. - Nada dice él, me saluda con la cabeza, al fin se bajan y me alegro porque no he perdido la página así que puedo sumergirme de nuevo en busca de la imagen poética que había dejado a medias.
Y la última fué hace unos días. El Negro me ha regalado unos libros buenísimos, entre ellos el de un tipo Spanbauer que tiene una manera de contar que no paras desde que agarras el primer párrafo y claro que me enamoré porque además tiene dos cosas que te enamoran en un hombre: buena conversación y sabe hacer reír, ya sea que hable de sexo o de muerte, que de eso habla el libro. El caso es que el tipo estaba contando de cuando Míster Cobertizo tiene un amante y luego una amante, interludio con hierba incluida y yo no paraba de reírme porque el estilo y el ritmo eran buenísimos. La primera en sentarse fue una señora con pañuelito en la cabeza, que se contagió de la risa y se asomó al libro para ver, palideció luego del primer párrafo y se levantó como alma que lleva el diablo, inmediatamente se sentó un tipo de treinta y tantos que también echó un vistazo, se quedó de una pieza, se puso colorado, recuperó la calma, se aseguró de que nadie lo viera y se metió como quien no quiere la cosa en el libro, así que tuve que esperar a que terminara para cambiar la página y antes de bajarse me dedicó un guiño cómplice.
Estas cosas de la lectura colectiva en el transporte colectivo, uno se pone a considerar seriamente el propósito de no leer en los buses, pero como decía Oscar Wilde: "La mejor forma de lidiar con una tentación es ceder a ella", así que seguramente seguiré coleccionando historias de estas.