sábado, marzo 07, 2015

Historias de terror

Eran los ochentas, al atardecer un ruido fuerte y sordo se escuchaba a lo lejos y luego del bombazo, la energía eléctrica se iba, mis primas y yo esperábamos a que la luz del sol bajara un poco más y luego íbamos a buscar las candelas, dos o tres candelas sobre botes de azúcar o sal, las sombras que se alargaban  tenebrosamente sobre las paredes y un locutor dando noticia sobre las últimas victorias del ejército, nada sobre postes derribados ni zonas a oscuras. Las primeras horas de la noche habrían resultado muy aburridas si no fuera porque mi abuelo comenzaba a contar historias de miedo: él encontrándose con el Cadejo, él escapándose del diablo y por supuesto, las historias sobre la niña que todos vieron cuando mi mamá y mis tíos eran niños y vivían en aquel viejo caserón. Mis primas y yo nos íbamos juntando cada vez más a medida que las historias iban avanzando y sentíamos ese cosquilleo mezcla de miedo y expectación, que era como estar en el cine ante una peli de espantos. El tiempo hasta la hora de dormir pasaba volando y cuando había que ir a la cama, nos llevábamos en la nuca ese miedillo, como el soplo de algún fantasma desperdigado que se había fugado de una de las historias. Muchas veces he extrañado esos cuentos de miedo.
Esta semana me contaron tres historias. Tres historias de terror, sin cadejos ni espíritus. Tres historias de personas que trabajaban duro en diversas circunstancias, que vivían en diferentes zonas obreras de este paisito inventado, que vivían lo mejor que puede vivirse en estos lugares, es decir, sin meterse con nadie. Un consultor independiente que ayudaba a su familia con el sostenimiento cotidiano, un trabajador que ahorraba para regresar a la universidad, un cobrador de autobús. ¿Qué tenían en común además de vivir en zonas obreras? Todos tenían entre treinta y treinta y cinco años, todos eran gente productiva que no buscaba problemas y todos fueron asesinados, víctimas de ladrones y pandilleros, sin que la policía ni el sistema judicial hayan podido evitarlo ni ofrecer a sus familiares una mínima esperanza de justicia y dejando a sus seres queridos en el desamparo, la incertidumbre y el miedo.
Para quienes viven a salvo en el otro país dentro de este país, para quienes los muertos de cada día no pasan de ser una cifra en el periódico o una estadística en los reportes mensuales,  para quienes no están interesados en saber, desde el comfort de sus oficinas, vehículos y viviendas con guardaespaldas, déjenme contarles cómo es el miedo cotidiano en esta parte del país, donde estamos los que seguimos poniendo los muertos desde hace décadas, mientras los victimarios se disfrazan de víctimas para ser resguardados.
Déjenme contarles el vacío que se siente en la boca del estómago cuando uno va en el bus y ve subirse a dos o tres tipos que se conocen como sospechosos, cómo uno mira hacia la puerta de salida, calculando si podrá o no bajarse antes de que "empiecen a poner", cómo se aflojan las piernas cuando otros tres tipos se suben al bus, entre la Tutu y Puertobus, a decir que quieren un dólar o "ya saben", cómo una corriente angustia va subiendo por el cuerpo cuando son más de las siete y media de la noche, porque se nos ha hecho tarde y una camina de prisa mirando a todas partes y al llegar a la desierta parada de bus quisieras salir corriendo hacia un lugar seguro; lo frío, tremendamente frío que se siente un puñal apoyado contra tus costillas mientras te piden el celular, el miedo que da cerrar la puerta de tu casa y salir a la calle al día siguiente de ser asaltado, la rabia y la impotencia que nos llenan cada uno de los poros cuando te acosan en la calle y sabés que responder es arriesgarte a que te maten. La prisa y el infinito cansancio con el que se llega a las hacinadas colonias obreras, antes que se ponga oscuro y sea peligroso, como animales acorralados que buscan la cueva al anochecer, agotados por el día de violencia que se ha vivido, para desenchufarse frente al televisor y tratar de descansar antes de salir al día siguiente a otra jornada de terror y violencia y así al día siguiente y al día siguiente, para producir y pagar con nuestro trabajo los salarios de los encargados de los sagrados destinos de este país que ya no podemos ver como nuestro, porque en cada una de esas colonias hay rótulos pintados en las paredes que nos recuerdan que ese no es más nuestro territorio, sino el de quienes han tomado como rehén nuestra tranquilidad ante la mirada impasible y la inútil presencia de las autoridades.
Este es nuestro cuento de terror diario, nada que ver con los que contaba mi abuelo.

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