Viajar no es lo mismo que irse.
A veces, cuando la violencia física y económica arrincona, cuando no hay posibilidad de
lograr el desarrollo de nuestro potencial, alcanzar una vida digna o al menos
asegurar la sobre vivencia de uno mismo y de las personas amadas, no queda más
que irse.
Los que se van, se van de muchas maneras: en la oscuridad de
la madrugada, con miedo y viendo hacia todas partes para asegurarse que nadie
los ve; al amanecer, después de haber vendido y empeñado todo para darle el dinero
al coyote, no todo el dinero, únicamente lo necesario para comenzar el viaje;
al atardecer, quedándose más tiempo que el autorizado por la visa; a cualquier hora del día, caminando, sobre una
balsa improvisada o sobre una patera que no se sabe si aguantará el viaje.
Tampoco ellos saben si aguantarán el viaje, pero hay que
irse.
Irse a otro lugar, donde casi nunca se es bienvenido, donde
siempre habrá alguna mirada, alguna voz, alguna ley, alguien, que te recuerde
que no eres de allí, que jamás serás de allí, que no te quieren allí, que debes
esconder tu nombre, tu origen, tu acento, tu idioma, tus costumbres, tú, para
lograr que te acepten.
Irse y dejar atrás el paisaje, la familia, el país que no te
abrigó, que no te protegió, que no pudo garantizarte tener una vida, que te
exportó a cambio de remesas, que simplemente se olvidó de ti.
Irse y olvidarse de ese paisaje, de esa familia, de ese
país, olvidarse, olvidarse, hasta que ni tú te acuerdes de ti y pienses que ya
eres otro, ese otro que es mejor ser para ese nuevo lugar.
Irse pensando en volver, un año y otro y otro, hasta que
volver sea la parte mitológica de tu historia.
Irse sin saber si se llegará, conservando las heridas
coleccionadas en el camino, las físicas y las otras, las que no se reconocen ni
ante uno mismo. Irse y ser violada, abandonado, asesinada, mutilado, ahogada.
Irse y llegar por poquito y que te bauticen deportado. Irse
y llegar a la cárcel y de allí al avión, al bus, a la frontera y volver a irse
y así, otra vez, otra vez, otra vez.
Irse y no llegar. Irse y perderse. Irse y caminar en un
desierto sin fin, en un rio desbordado sin fin, en un alta mar sin fin, en un furgón claustrofóbico
sin fin, en un asfixiante sótano sin fin, en una muerte sin fin porque nadie se
entera de tu muerte y te esperan, meses, años, te esperan y se preguntan si te
perdiste o simplemente los has olvidado.
Irse y terminar en primera plana de un periódico, en una
fotografía que da la vuelta al mundo, convertido en una bandera que pierde sentido entre hinchas
de diferentes bandos, por ilegal, por pobre, por refugiado, por hambriento, porque tuviste que huir, porque
eres de uno de esos lugares de donde no es bueno ser, porque si, porque así
funcionan las cosas.
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