sábado, noviembre 15, 2014

Telarañas

Entré a la Gaticueva y me espanté al ver que la última entrada fue el último sábado de septiembre, creo. Generalmente escribía los sábados por la tarde, el único remanso de cuatro horas en mi atolondrado y apretado cotidiano, donde me desconectaba de todo y simplemente me soltaba frente a la pantalla. Pero luego entré en la vorágine del último trimestre del año, ese momento caótico donde se acumulan los trabajos (por gracia y fortuna) y de repente te encuentras escribiendo por encargo una docena de cuentos y un par de piezas... escribir por encargo, montar por encargo son cosas que antes me cabreaban mucho, pero que hoy hago con gusto y mucho estrés, primero porque significa que alguien cree que eres lo suficientemente bueno como para encargarte algo y atreverse a pagar por ello y luego porque te ayuda a seguir puliendo el oficio así sea bajo presión.
Y no es que deje de escribir, todos los días a las cinco de la mañana me levanto a escribir una página en mi diario, meditar, hacer yoga, salir a caminar con el Niche y preparar el desayuno, esas cosas que uno increíblemente hace aunque el cerebro comience a funcionar después de las diez de la mañana y el segundo café del día, solo para no terminar perdiendo la razón por el oficio de burócrata y tener mucho contacto con la realidad. Todas las noches escribo o corrijo religiosamente por una hora, corregir, esa especie de deporte nacional en mi planeta, que a veces se convierte en TOC. Lo dicho, no es que haya dejado de escribir, pero con La Gaticueva creo que estaba esperando el momento adecuado, ese ritual de sábado en que me daba cita con la pantalla, me sentaba decentemente a la mesa, con luz de día y taza de café al lado, en fin, ese momento de sentirse como escritor más o menos formalito y en personaje, ya saben, como los de los libros, qué les digo, una también tiene sus momentos de ilusión... y en buscar el momento adecuado se pasó un mes, hasta que en una actividad literaria en que estuve en esta semana, alguien se me acercó a saludar: ¡Harry! ¿qué tal? Siempre leo 365 los sábados... y sin saber porqué me acordé de Papá Buck.
En algún lugar leí algo de Papá Buck, en el tiempo de la Cofradía de Bukowsky, cuando nos compartíamos las santas escrituras con Héctor, en algún lugar leí algo sobre esperar el tiempo perfecto para escribir, decía algo como que el tiempo perfecto para escribir no existía, si tenías que escribir escribías, aunque te hubieran cortado la luz, aunque no hubieras comido nada en todo el día, aunque no estuvieras seguro de si lo que ibas a escribir era bueno o simplemente te estabas engañando pensando que lo de escribir era tu oficio, simplemente te sentabas delante de la máquina de escribir y escribías, porque no podías no hacerlo. Si, de esas asociaciones mentales en mi planeta, que no sabes por qué autopista vino, pero que me hizo abrir de nuevo La Gaticueva, por el malsano gusto de compartir banalidades con los cibernautas desprevenidos.
Y al levantarme hoy a las cinco de la mañana, en lugar de escribir mi diario, meditar, hacer yoga y salir a caminar con el Niche, agarré un trapo y me puse a sacarle las telarañas a la Gaticueva, a ver si queda medio decente y quien sabe, tal vez este sea el inicio de un nuevo ritual de sábado, que de momento dejo hasta acá porque el Niche me ve con cara de: ¿Y al fin vamos a salir o qué? Y es que este perro, como yo, es un animal de rituales, por eso me simpatiza.

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