Caminar por el Distrito 1, Distrito Centro Histórico de San Salvador o como le dicen: El Centro... Salir a las doce y tres minutos del Teatro Nacional de San Salvador y meterse de cabeza en un mar de caos, esquivar carretillas de tomates, manzanas y zapatos, zambullirse en media docena de ruidos, mezcla de altoparlantes que ofrecen cosas por dos coras, gritos de cobradores de microbús, ofertas de chips de celulares, bocinas, mujeres de risa escandalosa y sobre todo, como una línea melódica maldita, el infaltable: barata la uva, lleve la uva dulcita y cholotona, libra y media por el dólar, libra y media por el dólar, uva dulcita y cholotona, barata la uva... más pegajoso y cansador que canción de regetón en el microbús de la mañana. Caminar. Caminar y levantar la mirada para que el ojo se llene de la maravillosa arquitectura del Centro, salvada de milagro de al menos cuatro o cinco terremotos y acordarme de mi abuela que contaba el tiempo por desgracias: la erupción de El Jabalí, el incendio de Catedral, la muerte de Monseñor, la ofensiva del ochenta y uno, el deslave de Montebello, el terremoto del ochenta y seis, la muerte de Tío Paulino, la ofensiva del ochenta y nueve... como si el tiempo fuera una línea ininterrumpida desde un dolor personal o colectivo, al siguiente y al siguiente, hasta que nos toque a nosotros mismos quedarnos sin memoria... esa forma de contar es contagiosa, a veces me descubro a mí misma dando como referencia el terremoto del ochenta y seis.
Caminar por El Centro y meterse al Bella Nápoles a ver por la ventana y tomarse un capuchino rociándole azúcar por encima a la espuma para tomarla con la cuchara hasta vaciar la taza de espuma por completo y ver de nuevo por la ventana e imaginar si la gente que se ve será alguna vez material para el próximo cuento y acordarse que el Bella Nápoles así como el Teatro están habitados de fantasmas. Caminar. Salir del Bella Nápoles y llegar hasta la venta de libros usados frente al Parque San José y repasar los títulos con la esperanza de toparse con algún tesoro desconocido, pagar tres dólares por Final de Juego, de Cortázar y salir con los ojos y la nariz hinchada de alergia por el polvillo de los viejos libros, pero alegre y requete alegre por el nuevo libro viejo.
Caminar rápidamente por el centro para llegar antes de la una. Pensar en que tengo cuatro libros más en la lista de espera. Evadir niños, perros y vendedores de lotería. Pensar en que tengo que escribir un par de guiones y el cuento número 300 de 365. Llegar a la puerta del Teatro. Pensar en las reuniones de la tarde. Caer en la cuenta que no almorcé.
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